En un claro abierto en la selva de Camerún, muy cerca del corazón de las tinieblas, un grupo de cuatro o cinco mujeres m´baká hacen música acuática. Para ello palmotean la superficie de una charca con las manos ahuecadas. Ellas ponen el ritmo, la lámina de agua el sonido y la selva tropical añade la acústica.
Noctua
NOCTUA es el programa de la Sociedad Española de Ornitología, SEO/Birdlife, para cartografía las aves nocturnas en España. El trabajo de campo, en la oscuridad, se hace por medio del oído. Y esta es mi colaboración en forma de guía sonora, para quien quiera familiarizarse con las voces de las aves de la noche.
Toda la información en www.seo.org
La rana y la tormenta
Para escuchar, pinchar aquí: http://www.elmundo.es/especiales/2008/05/ciencia/sonido_naturaleza/sonidos_28_09_2013.html
Un pequeño cuento de otoño. En tiempos de grandes cambios en la naturaleza, cuando oleadas de aves migrantes nos sobrevuelan rumbo al sur, cuando por los montes de media España retumban los bramidos de los ciervos en celo, hoy nos fijamos en un episodio modesto: la vitalidad de una rana bajo un aguacero.
Se acerca una tormenta. La atmósfera está quieta; no se mueve una brizna de aire y en el silencio del campo se palpa la tensión.
Lejos retumba un trueno. Una rana común croa en los restos de lo que fue una gran charca, reducida a un poco de lodo después de un largo y reseco verano.
Un petirrojo reclama desde unos arbustos. Y aunque esta es su llamada habitual, parece que con estos chisporroteos subraya la tensión del momento.
Con la que se viene encima, nadie quiere destacar demasiado. Escapa un mirlo y su grito agitado se pierde entre la vegetación. Encaramado a unas ramas silba, discreto, un estornino negro. Algunos grillos de otoño rascan sus alas, aunque las estridencias son apagadas, sin brillo, como si les costara encontrar un sonido afinado.
Desde la distancia, bosque adentro, las cornejas graznan fúnebres presagios. La tormenta ya está aquí, precedida por fuertes ráfagas de viento. Y bajo el aguacero, sólo la rana mantiene su canción, feliz porque al fin ve crecer su charca.
Y así va llegando el otoño.
Madrid, un mapa sonoro
31 de julio de 2013
Las 11 de la noche
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Noche de primavera en los jardines de La Granja (Segovia). Borbotea el agua de las fuentes. Silban dos autillos, canta un ruiseñor, ulula un cárabo y ronronea un chotacabras gris. Los murciélagos enanos revuelan sobre la explanada frente al Palacio. Y al final, una lechuza rasga el aire con un grito arrastrado. La campana de la torre del patio de La Herradura da la hora: las 11 de la noche.
Lince ibérico
Toneladas de nieve
Después de una intensa nevada, la nieve acumulada en las copas de los árboles cae al suelo con estrépito. Desde todas las esquinas, el suelo del bosque retumba como un timbal, sacudido por avalanchas de cientos de kilos de nieve. Como contrapunto, la voz sutil de un tenaz petirrojo.
Junto al muro de los jardines de La Granja, en Segovia.
Los retumbos son tan graves que es preferible conectar la salida de audio del ordenador a unos buenos altavoces o, en su defecto, utilizar auriculares.
¡Bababadalgharagh…!
¡Bababadalgharaghtakamminarronn konnbronntonnerrnntuonnthunntro varrhounawnskawntoohoohoor denenthurnuk!
James Joyce, Finnegans Wake. Una sola palabra en la que cabe una tormenta entera.
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Una codorniz en el centeno
Lo que se esconde en un campo de cereal
Un paseo por el campo para ver animales es casi como un recorrido a ciegas. Con el oído percibimos claramente la presencia de las aves, los anfibios, los insectos. Pero todos ellos, y no digamos los mamíferos, tienen una frustrante resistencia a dejarse ver. Y eso es precisamente lo que sucede en este video: vemos el paisaje y escuchamos a la actividad de la fauna.
Los campos de centeno, los boscajes de la meseta al norte de la sierra de Guadarrama, en Segovia, suenan al caer de una tarde de verano. En el suelo, entre los tallos espigados del cereal, entre las gramíneas, no se ve a nadie. Pero por ahí ajea alguna perdiz, rebullen los grillos, las abejas y los saltamontes. En las copas de encinas y chaparras cantan, invisibles, abubillas, trigueros, pinzones y currucas mirlonas, entre otra gente emplumada. Hacia poniente la luz de la tarde es rojiza, cálida; tanto que las últimas nieves de la montaña de Peñalara están teñidas de rojo y los campos, en contraluz, parecen tintados. Pero si giramos la vista hacia el este los colores del cielo son azulados, fríos; como fría es la luz de la luna que asoma tras las montañas. Pero a medida que se apaga la luz el paisaje sonoro recibe un nuevo impulso. Un cuco señala que es la hora del cambio de guardia, justo cuando los mochuelos y cárabos llaman desde unas laderas cubiertas de monte. Cerca silba un alcaraván. Y la multitud de grillos redobla sus esfuerzos.
Entretanto, ocultas en las hierbas, en las centeneras, tanto a la luz caliente del sol de tarde como bajo el halo de la luna, las codornices anuncian la buena cosecha con su triple nota melódica-¡buen pan hay!, ¡buen pan hay!, parece que dicen- . Aquí y allá, indiferentes al acoso de los cazadores, los insecticidas que exterminan su comida o las máquinas cosechadoras que les siegan su mundo, las codornices silban desde el centeno.