De los últimos rayos de sol a la noche cerrada. Cuatro fases de un crepúsculo de un verano ya bien avanzado, cuando los bosques se llenan de voces broncas, ásperas y poco adornadas. La mayoría de las aves forestales ya han terminado de criar, y lo que merodea entre los árboles son volantones inexpertos, de voz destemplada, incapaces de entonar las melodías con que sus padres delimitaron hasta hace unas semanas los territorios de cría. Hacia las nueve de la tarde, con pocas excepciones- algún arranque de un zorzal, común, siempre melódico- por el bosque sólo corren silbidos y reclamos regañantes de carboneros, petirrojos y pinzones vulgares; además de los gritos, siempre ásperos, de los córvidos, cornejas y arrendajos.
Una hora más tarde, hacia las diez, con las sombras comienza la jornada para una familia de cárabos. Un par de pollos ya volantones silban y gimen hambrientos, mientras cerca de ellos uno de los adultos ulula. Mala señal: por el momento no hay comida. Lejos, en algún claro del bosque, vuela en círculos un chotacabras gris, ave de la noche.
Hacia las diez y media el cielo aún clarea por el oeste, pero el bosque es una sombra envuelta en silencio. Roto por unos ladridos broncos. Los corzos, a contracorriente, andan encelados.