A vuelapluma

Sobre el paisaje sonoro

Publicado en el libro colectivo Naturaldia, 25 temas de rabiosa actualidad.

 Todo sonido percibido a lo lejos produce igual efecto, una vibración de la lira universal.

Henry David Thoreau, Walden, la vida en los bosques.

Escribo de noche, frente a un prado rodeado de bosques. De la hierba emerge un tono agudo, pulsante, estridente a ratos. Una melopea que resulta de la suma de las llamadas, el estridular, de cientos de grillos que rascan frenéticos sus élitros para producir así una señal chirriante. Más allá se escucha un ronroneo continuo y las voces rotas, a coro, de una charca de anfibios. Por arriba, a pocos metros, unos pulsos agudos, como alfilerazos, dibujan la trayectoria de los murciélagos en vuelo de caza; son la parte audible de los ultrasonidos que les permite volar de oído y a ciegas. Todos estos sonidos están envueltos por el silencio que llega desde el fondo del bosque, levemente coloreado por un rumor sordo, la suma de vientos y aguas filtrados por la vegetación y la distancia.

Cientos de estridencias, croares, pulsos y rumores para una sola melodía. Si hablamos de sonido, y siguiendo a Murray Schafer, uno más uno suma uno. Igual que dos más uno, y tantos factores como queramos añadir a la ecuación: el resultado final será siempre uno. Dos objetos que se tocan, un pelota contra una pared, suman un sonido, un chasquido seco y estirado. Un badajo y su campana dan un tañido. Del roce entre el viento y la roca escapa un bufido; pero si la roca tiene forma de arista el roce subirá de altura, se afinará y se convertirá en un silbido. Una multitud de cencerros suena como un rebaño; junto a las voces del pastor y los ladridos de los perros sugieren una cultura, una forma de vida. Un pájaro que canta delimita su territorio. Todos los pájaros de un lugar, más el viento, más los crujidos de las ramas y el susurro de millones de hojas componen el concierto de un bosque. Y un trueno que estalla en el cielo y retumba por las laderas rellenando todos los espacios y recovecos, esboza la imagen sonora de un valle.

Y esto es así porque, en realidad, nosotros no solo escuchamos un sonido, sino el espacio en el que ese sonido se produce. Con un portazo oímos la habitación en la que resuena la puerta. Las ondas acústicas rellenan el espacio, como un gas, o como el agua que penetra en los intersticios de la arena de playa. Flota en él, se estiran en forma de reverberación y trazan un dibujo sin líneas, una geometría y hasta una geografía. Si a todo esto le añadimos el tiempo tenemos el paisaje sonoro.

El sonido, además, nos permite observar nuestro entorno desde otra perspectiva. Podemos cerrar los ojos y dejar de ver. Pero no podemos cerrar los oídos y volvernos sordos a los mensajes que emite el paisaje. En cierto modo, la mirada nos coloca como espectadores en el borde del espacio; todo lo que vemos está enfrente y más allá de nuestros ojos. El oído, en cambio, es inmersivo, siempre nos coloca en el centro del espacio sonoro, envueltos por voces, murmullos, crujidos y silencios. El sonido no respeta los límites, ni las cercas ni los muros. Viaja más allá y reina en la oscuridad, donde sin su ayuda estaríamos totalmente desvalidos.

Una escucha en plena naturaleza nos permite saber quienes están ahí, cuántos son y qué están haciendo. El entrelazado de silbidos y trinos de un bosque es la crónica de una enconada pelea por los territorios; todas las aves cantan para marcar sus límites, cada una según sus habilidades. Los mirlos silban y componen melodías; los carboneros y herrerillos practican el ritmo, con sus cantos acompasados. Las alondras rellenan el cielo de parloteos, una proeza atlética que les permite aletear frenéticamente y cantar durante minutos sin emitir ni un jadeo. Otros recurren a la percusión. Los pájaros carpinteros tamborilean y usan los troncos de los árboles como instrumentos; las cigüeñas, tan contentas, crotoran con el pico, hacen entrechocar las mandíbulas y emiten un sonido de madera. En el suelo los insectos rascan y zumban, y los anfibios croan. Todos dicen lo mismo, el mensaje es universal: ¡aquí estoy, no te acerques demasiado! Solo nosotros, a quienes en ningún caso va dirigida la información, le damos un carácter armónico a lo que, en realidad, es una pelea a gritos.

Semejante diversidad de voces no pasó desapercibida a la gente del campo. Estas composiciones han sido la banda sonora de la humanidad a lo largo de toda su historia, desde la noche de los tiempos, y el lenguaje así lo reflejaba. Las cosas cuando eran importantes, merecieron ser escuchadas y nombradas con sus propias voces: el cuco, la abubilla, la totovía, la tribu de los archibebes, la grulla, el ganso y el sisón, entre otros muchos, dicen su nombre cada vez que abren el pico; los grillos rechinan nada más nombrarlos; y las chicharras, además de sugerir su estridencia, nos recuerdan el sentido de la palabra “achicharrase”..

Hubo una tiempo en el que entender los lenguajes de la naturaleza podía ser muy importante en la vida cotidiana. La sabiduría vieja predecía el tiempo interpretando la altura  y el timbre del bufido del viento, que anticipaba la proximidad de un temporal o la llegada de la bonanza por el ominoso silencio del mar o el golpeteo de las olas con mar de fondo. En el cielo, los trompeteos de las primeras grullas en los pasos del Pirineo anunciaban la pronta llegada de los fríos, con más precisión aún que los bramidos de los ciervos en berrea desde el fondo de los valles. Cuando las voces solitarias de los pájaros –estorninos, carboneros, jilgueros- se sumaban en un griterío continuo, cuando la suma de muchos solistas componía la llamada de un bando, era señal de que el invierno ya estaba en puertas, hora de concentrar el tintineo de los rebaños esparcidos por los bosques y buscar refugio en la atmósfera templada del establo. Los paisajes sonoros también invernaban.

¿Qué queda de todo aquello? Mucho, pero cada vez menos oídos atentos para entenderlo.

En estos tiempos que corren el paisaje sonoro tiende hacia la uniformización. Los bosques están cada vez más lejos y en ellos dominan cada vez más las voces de algunas especies mientras que las de otras enmudecen. En los prados y campos de labor las alondras y demás especies de espacios abiertos dejan de cantar, afónicas por el abuso de los pesticidas. Por las líneas de costa corren ahora cintas de asfalto que emiten un rugido que compite con el bramido del mar. En los años sesenta del pasado siglo se nos avisó de que en el horizonte empezaba a crecer la amenaza de una primavera silenciosa, inerte y vacía del concierto de los pájaros. Poco a poco caminamos hacia allá. Puede que todavía este lejos, los campos aún no están mudos, pero lo que sí es cierto es que el paisaje sonoro es cada vez más monocorde. Se empobrece el concierto natural, pero también se uniformiza la envolvente sonora que definía la actividad humana, las señales acústicas que identificaba a una comunidad. El de las campanas, por ejemplo, es ya un lenguaje exótico; el orgullo del pastor, el timbre del campanilleo de su rebaño formado por la suma de todos sus cencerros, cada uno con su afinación, es algo perdido. En la costa, el bramido de las sirenas de bruma de los faros que avisaba de la proximidad de los bajos ha sido sustituido por señales electrónicas, eficaces pero  totalmente ajenas al espíritu del mar. Poca gente en la ciudad presta atención al bruar del viento, que trae noticias de la marea, de la proximidad de una galerna. El horizonte sonoro ha sido ocupado por el rumor sucio del tráfico, un telón de fondo gris que todo lo uniformiza. Hoy hay que hacer un esfuerzo para buscar los huecos por los que, más allá del ruido, se cuelen las señales acústicas de la vida. Pero seamos positivos. Hubo un tiempo en que se creía en las utopías y se hablaba con metáforas, para decir, por ejemplo, que debajo de los adoquines estaba la playa. Pues bien, debajo del ruido, detrás de esa mancha sucia y uniforme, aun se cuelan algunas de esas señales. Quizá ya no tengan la importancia para la comunicación de la que estaban dotadas en otros tiempos. Pero, en compensación, han adquirido un nuevo valor, el de recordarnos que hay un mundo que aún late ahí atrás, a nuestro alcance con tal de que nos paremos a escucharlo.

 

 

Toponimia de Valsaín

Julio de Toledo Jáudenes, Ediciones Farinelli.

El mapa de las palabras

En el relato Del rigor de la ciencia, Jorge Luis Borges cuenta los esfuerzos de los cartógrafos de un remoto Imperio para trazar un mapa tan minucioso que acabaría alcanzando el tamaño del territorio que pretendían representar. Un mapa desmesurado, a escala 1:1, con todos los topónimos, signos cartográficos y curvas de nivel superpuestos puntualmente a los originales reseñados.

No un mapa, sino su transcripción literal con capas que abarcan el paso de los siglos, ha publicado Julio de Toledo en el monumental diccionario Toponimia de Valsaín. Jurista especializado en derecho del suelo, el autor domina, en sentido amplio, los entresijos de su oficio y hace una relación minuciosa, palmo a palmo, de todos los topónimos escritos en la tierra de este profundo valle cubierto de pinares y matas robledales por el que escurre el río Eresma, en la cara norte del Guadarrama. El compendio es un ecosistema de palabras en el que no hay risco, ladera, fuente o nava que no esté identificado con nombre propio. La recolección de más de tres mil términos forma un volumen que, extendidas todas sus páginas, daría lugar a una carta geográfica de escala apreciable, si bien no tan desmesurada como la del mapa de aquellos cartógrafos imperiales.

Todo está en este libro. La orografía del valle de Valsaín, las formas de sus montañas y vaguadas, la vegetación que lo tapiza y las faunas que lo habitan. En los topónimos está el recuerdo del paso de los rebaños trashumantes, los nombres de quienes los guiaban, las huellas de carboneros, leñadores, gabarreros, naturalistas, excursionistas y de aquellos privilegiados que convirtieron estos pagos en Reales Sitios para su exclusivo y real disfrute.

Guadarrama es una sierra roma, de lomas redondeadas y perfiles sin aristas. No busquemos en el diccionario de Valsaín agujas, cuchillares o galayos; cuando una montaña puntiaguda intenta erguirse contra el cielo tan solo merece el nombre de Montón de Trigo. Por lo demás todo son lomas –del Águila, de Dos Hermanas-, morros –de Peñas Lisas-, hoyos –Claveles, Morete-, una Mesa Alta e innumerables Navas, tierras llanas entre montañas, como Navacerrada, Navahonda o Navalrincón. El mapa también se fija en accidentes geográficos menores, como los bolos graníticos, gigantescos cantos rodados de nombres tan expresivos como la Peña del Queso o de la Esfigie – quizá por deformación de Esfinge, dado el parecido entre los perfiles de ambas moles-, el Juego de Bolos, o el rotundo Cojón de Pacheco.

 

Sobre el sustrato geológico arraiga una espesa cobertura vegetal. Por medio de los fitotopónimos sabemos que en el valle hay Acebedas, Matas de Robledo, Cancha de los Alamillos, El Estepal, un Arroyo de los Avellanos, un Pimpollar y una Pinochera. Y, en enriquecedora contradicción, un Pinar de la Acebeda y hasta un Nogal de las Calabazas.

Entre cuestas y quebrada, pinares, pastizales y robledales, escurren las mil aguas de la sierra, las que entrando en el valle por los Ventisqueros de Peñalara, los puertos del Nevero o Collado Ventoso, se remansan después en los Regajos Fríos o Llanos-, y se despeñan aguas abajo por Chorros Grande, Chico– y Chorrancas. Manantiales o estantes, hay hidrotopónimos para todos los gustos: Aguas Buenas, Río Frío, Fuenfría, o el que se refiere a las aguas ferruginosas de la Fuente del Mineral. Y el Arroyo Seco, con más nombre que caudal.

El número siete tiene una desconcertante presencia en la toponimia de Valsaín. Desconcertante porque nunca acierta. Se cuenten como se cuenten, los Siete Picos, la cresta dentada como el lomo de un dragón que cierra el valle entre los puertos de Navacerrada y la Fuenfría, son seis, al menos vistos desde su cara norte. Hay Siete Revueltas en la carretera que baja por el valle, aunque cualquier conductor contará seis. Los Siete Arroyos pueden ser siete o setenta, según las lluvias. Así que los más probable es que los Siete Aposentos, puestos de caza para disparar contra los lobos, sencillamente, fueran varios. El número siete refleja, pues, la idea de abundancia antes que una precisión.

Hablando de lobos. Así como en el relato de los cartógrafos imperiales se recuerda que, entregadas a las inclemencias del sol y los inviernos, las ruinas despedazadas del mapa persisten habitadas por animales, entre las páginas de este mapa escrito también rebullen múltiples presencias. Dejando a los peces remontar las aguas en su Río Peces, encontramos comunidades de anfibios y reptiles en los Charcos de las Ranas y de la Culebra. En la Laguna de los Pájaros, antaño conocida como de los Buitres, acuden a limpiar su castigado plumaje estas aves carroñeras, las mismas que amanecen cada mañana posadas como gárgolas en las Peñas Buitreras. En las altas cumbres, fijando lo inmóvil con los nombres de lo esquivo, se yerguen las Peñas del Águila, la del Cuervo, las Grajeras y la de los Pájaros, estos últimos sin mayor precisión. Laderas abajo, las rapaces forestales persiguen a sus presas desde las praderas de Navalazor hasta la Peña de los Cañameruelos, los pardillos y jilgueros.

Dibujadas con tinta, en el suelo están las pezuñas de los animales que corren, perseguidores y perseguidos. En el Libro de la Montería, el catálogo de los montes reservados para uso del rey Alfonso XI, se trata en profundidad de estos pagos. Por las mismas “vocerías” descritas entonces, que es como se designaba a los recorridos por los que los batidores espantaban a la caza para lanzarla contra los monteros, llevan siglos escapando los animales espantados. Aquí y allá nos encontramos con los Saltos del Corzo, del Venado y del Jabalí, esté último siempre tan perseguido que no conoce tregua por los Barrancos del Jabalí, el Cerro del Puerco o la Majada del Cochino. Ya lo decían los monteros del rey: “es buen monte de puerco en verano et a las veces ay osso (sic.)”.

Hace ya muchos años que de los plantígrados en Valsaín sólo queda la Peña del Oso. Pero detrás de ciervos, corzos y jabalíes, dejándose a menudo la vida en el Tiradero de Lobos, aún sobreviven los siempre proscritos, al acecho en la Cueva de la Loba, al paso furtivo por la Nava de la Loba, perdiéndose tras el Cerrillo de Cagalobos, quién sabe si en dirección hacia la ominosa Garganta Lóbrega. Otras presas menores corretean por el Asentadero de Camaliebre, por las frescas orillas del Arroyo de Valdeconejos; tras ellas van los titulares de Cabeza Gatos (monteses) y Matagatos a través de la Vereda de la Zorra. Toda una comunidad de zootopónimos en la que no faltan la Majada del Grillo, la Mata del Avispero, el Arroyo de las Lombrices o las Fuentes del Piojo y la de la Pulga.

Pero a las montañas no se sube a bautizar riscos, navas y vaguadas. En estos parajes desde siempre los pastores han perseguido a su ganado, por la Pradera de Vaquerizas, la Cañada de las Merinas y la Pata de la Vaca. El Descansadero del Puente de las Merinas, la Fuente de los Pastores o las Navas del Sestil evocan el tintineo de las esquilas y la plácida digestión diferida de los rumiantes. Entre tanto bucolismo no podía faltar el inevitable Meadero.

Valsaín es tierra de contradicciones. De Navalparaíso al Arroyo de Valdelinfierno sólo hay un trecho. De los Buenos Aires y la Cuesta Sabrosa al puerto del Reventón y el collado de Quebrantaherraduras, una excursión. Pasando por los Llanos del Accidente, los Corrales de los Desesperados, los arroyos del Miedo y del Alma del Diablo. En un cordal secundario del valle, de perfil frente a la ciudad de Segovia, duerme su sueño eterno la Mujer Muerta.

Con la construcción del palacio y los jardines de San Ildefonso se extendió por el valle cierto gusto tanto por lo rústico como por lo mitológico. La moda, también entonces, venía de París, y si María Antonieta se hizo construir una rústica granja en los jardines de Versalles, con molino, charca y patos, aquí se llamó de La Granja a los jardines y el Palacio Real adosados a las laderas del valle mandados construir por el primero de los Borbones. Gente desacomplejada, los nuevos mandatarios desterraron de ríos y fuentes a las ninfas tradicionales y las sustituyeron por las diosas olímpicas, que vinieron a darse un chapuzón en los Baños de Venus y de Diana. Al mismo tiempo, en lugar tan pacífico como las vegas del río Eresma se abrió el sombrío Pozo de las Termópilas, hoy día tan hundido bajo las aguas de un embalse como lo puedan estar Leónidas y sus trescientos espartanos.

Mitologías aparte, la historia también se ha detenido por los bosques y puertos de Valsaín y ha dejado escrito en el terreno un relato a menudo contradictorio. Así, la Fuente de la Reina mana cerca del trazado de la inacabada Carretera de la República, que nunca llegó a Segovia. La Silla del Rey, mandada tallar en la roca granítica por el consorte Francisco de Asís para emular, dicen, a Felipe II en su silla pétrea sobre El Escorial, se asienta en la cumbre del Cerro del Moño de la Tía Andrea, de cuyo linaje nada sabemos.

La historia sigue abierta, y el catálogo de nombres también. Recientemente una vieja senda ha recibido el nombre de Camino del Batallón Alpino, en memoria a los esquiadores republicanos que patrullaron las lomas de la sierra en los inviernos particularmente crudos de la Guerra Civil. Acantonados en las cumbres batidas por todos los vientos, equipados con blancos uniformes del ejército soviético, en las unidades del Batallón esquiaban deportistas olímpicos, montañeros y habitantes de los pueblos serranos; lo que unos aportaban en técnicas de esquí otros lo complementaban con los conocimientos del terreno. Estos esquiadores seguían los trazos paralelos de pioneros como Birger Sörensen, que unas décadas antes ya había abierto ruta por la Loma del Noruego. El Camino Schmid, uno de los más transitados, fue trazado por este socio fundador de la Real Sociedad Española de Alpinismo Peñalara, pionera en recorrer estos lugares con espíritu ilustrado.

De los más de tres mil topónimos del valle, entre tantos nombres largos y reposados, hay uno que los contiene a todos: Valsaín. Tras una larga digresión, en la que analiza diferentes orígenes y variantes, el autor apunta a lo obvio, a que lo más probable es que el término Valsaín derive de algo parecido a Val de Sabin, el valle de los pinos. Lo que, no se puede negar, está escrito en la tierra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A vuelapluma. Escrito con palabras cogidas del aire.

Las onomatopeyas en las voces y los nombres de las aves.

Grajo: palabrota con alas

Ramón Gómez de la Serna, Greguerías

Con toda probabilidad, lakalaka es la primera alusión al paisaje sonoro de la historia. El término aparece escrito en una tablilla de barro de época sumeria, con cuatro mil años de antigüedad, y se refiere a un ave grande que habitaba en edificios urbanos. La lakalaka es la cigüeña y el nombre es una onomatopeya, la transcripción del sonido del crotorar, el castañeteo que hacen estas aves con el pico en la ceremonia de salutación del nido.

Desde entonces el sonido está muy presente en los nombres vernáculos de las aves. Un texto con la relación de las especies que cantan, silban y gorjean en un lugar es como un dictado, una transcripción de la componente sonora del paisaje. El concierto natural está escrito en el aire.

Por ejemplo. En casi cualquier arboleda, al amanecer de primavera, los primeros compases suelen venir de la totovía, un pájaro que en las dos últimas sílabas lleva escritas las notas finales de su secuencia de canto. También con las primeras luces los cucos pronuncian su nombre desde todas las esquinas del bosque, mientras las palomas zuritas zurean, las tórtolas emiten su arrullo -tur tur- y los zorzales charlos dejan oír su reclamo, un chirrido líquido. Los pinzones lanzan sus silbidos –pin pin- fuertes y agudos. Y una multitud de páridos ocupa con sus voces el fondo sonoro del bosque: los términos chichipán, chapín, machachín, cuchinchín y pichichí, entre otros muchos vernáculos diseminados por toda España, pronunciados con el ritmo y la entonación adecuadas, son transcripción casi perfecta del canto de los carboneros comunes. Al tiempo, la llamada bi y trisilábica de las abubillas –bu bu bu-, en frases rápidas y repetidas hasta el aburrimiento, colorean el más literario de los paisajes.

Bisbisean los bisbitas, ganguean las gangas. Las bandadas de sisones vuelan envueltas en el siseo agudo que emiten las puntas de las alas al batir. El críalo, pariente cercano del cuco, grita y parece mandar un recado -“críalo, críalo”- a las aves parasitadas encargadas de sacar adelante a sus pollos.

Pero si hay un grupo que lleve la voz escrita en el nombre es el de los córvidos. Pronúnciense las palabras cuervo, graja, corneja, arrendajo, urraca y chova haciendo rodar las erres, arrastrando las jotas desde lo más alto del paladar, y se tendrá un desgarrado catálogo de los graznidos, quejidos, crujidos y crocitares de estas aves.

Al caer la tarde se produce el cambio de guardia, y el concierto cambia también de tonalidad. Grillan los grillos y de las espesuras salen unos silbidos agudos encadenados con un breve ronquido: reclama la silbarronca, el otro nombre del ruiseñor. La pagañera, que es como también se conoce al chotacabras pardo, deja oír su matraqueo repetitivo –pagá, pagá– mientras vuela en círculos sobre los claros del bosque. Silban los gatillos de monte, los autillos –aut aut– y maúllan los bien llamados gatomochuelos.

Pasará el verano y llegarán los fríos del otoño. Y con ellos las grullas gruirán, ganguearán los gansos y silbarán los ánades silbones. Reirán las gaviotas reidoras, mugirán los avetoros, trinarán los zarapitos trinadores y los archibebes –chí vi ví, o tiu bo bó, según se oiga-. Hasta que cualquier noche, allá por diciembre, en lo más oscuro del año, una nota larga y profunda se escuche, como suspendida entre dos paredones rocoso: los búhos reales lanzan la primera sílaba de su nombre.

Publicado en el número de la revista Leer de febrero de 2017, dedicado a la literatura de la naturaleza.

 

En el reino del hielo.

El terrible viaje polar del USS Jeannette.

Hampton Sides, Capitan Swing.

La historia, seguro, os suena a muchos. Una expedición polar, un barco de madera atrapado en la banquisa de hielo, noche eterna, frío amargo, grandes chasquidos y estremecedoras fuerzas de compresión, la nave hecha astillas y una tripulación abandonada a su suerte, a cientos de kilómetros de tierra firme; una carrera contra reloj para superar el hielo antes de la fusión con la llegada del verano. Pero no, no es lo que estáis pensando. Cambiad de hemisferio, de la Antártida al Ártico, haced retroceder la fecha unos 35 años, a 1880. Cambiad también la nacionalidad, británicos por norteamericanos. Y los protagonistas, Sir Ernest Shackleton y el HMS Endurance por el teniente George De Long al mando del USS Jeannette.

Esta es la epopeya ártica que relata Hampton Sides en el libro En el reino del hielo. Un viaje de exploración que zarpa bajo un falso supuesto, la creencia firmemente extendida de que las aguas del Polo Norte eran navegables a través de un Mar Polar Abierto, protegido por una anillo de hielo pero con accesos practicables, puertas térmicas abiertas por las corrientes cálidas del sur. Por una de ellas, en el estrecho de Bering, debería colarse el Jeannette, “navegando cuesta abajo hacia el Polo”, según expresión de un capitán ballenero que, ironías de la navegación, también se encontraría con su destino en los hielos. La decepción no pudo ser más contundente.

Muy pronto el barco quedó atrapado. Dos inviernos después las enormes fuerzas de compresión lo reducirían a astillas, dando comienzo a una epopeya que acabaría cuatro meses después, a más de mil millas en las costas siberianas, en el delta del río Lena, un mundo de agua, barro y hielo más inhóspito que las llanuras polares. Como los hombres de Shackleton, también la tripulación del Jeannette pasó por todo tipo de dificultades, aunque en eso los británicos tuvieron alguna ventaja, ya que tras ellos, en la Antártida, no merodeaban los osos polares. En ocasiones el avance de la dura marcha hacia el sur era anulado por la deriva de la banquisa hacia el noroeste; en otras, para compensar, los hielos flotaban en la dirección adecuada. En el libro hay momentos de lirismo poco frecuentes en este tipo de aventuras, como la aparición de una mariposa que anuncia la proximidad de una isla, confirmada por el murmullo lejano, más allá de la niebla, de las voces de cientos de miles de aves marinas en las colonias de cría. Tres años después de zarpar de San Francisco, con los expedicionarios separados en tres grupos por una terrible tempestad, llegaron las primeras noticias. No todos sobrevivieron, dos terceras partes de los marinos, entre ellos el comandante De Long, se quedaron por el camino, en tierra siberiana. Su principal logro, tristemente, fue desmentir una idea geográfica absurda.

Cuesta imaginar por qué esta epopeya ártica, tan similar en heroísmo y crudeza a la otra, es tan desconocida. Quizá la expedición británica se produjera en el momento álgido de los viajes polares, con toda la atención volcada en el seguimiento de los repetidos intentos de Scott, Shackleton, Amundsen y demás. Quizá la exaltación del fracaso, el héroe derrotado que se niega a arriar la bandera, casara poco con el espíritu positivo de la entonces joven nación americana. Y, quizá, también faltó la presencia de un fotógrafo como Frank Hurley para alimentar la memoria con imágenes del barco congelado o de los marineros arrastrando los botes sobre el hielo. Las pocas placas fotográficas tomadas en el Jeannette se hundieron con él (También quizá por eso las tres figuras de la portada de esta edición sean miembros de otra expedición, la británica del Nimrod, en una fotografía tomada por el mismísimo Ernest Shackleton en el punto de máximo avance, a la latitud de 88º 23´… Sur).

El libro intercala la narración lineal de la expedición con interesantes apuntes paralelos. La financiación a cargo del excéntrico editor del New York Herald, James Gordon Bennet –el mismo que envió a Stanley en busca del Dr. Livingstone, supongo-, el estado de las ciencias geográficas de la época –pseudociencias, en algunos casos, como quedó trágicamente demostrado-, la cartografía, las técnicas de navegación o la etnografía de las comunidades indígenas del Ártico. En este sentido hay un pasaje impresionante, oscuro y tenebroso, en el que un joven John Muir, el que sería padre de los movimientos por la conservación de la naturaleza en América, que participa en una de las operaciones de rescate, describe la consulta a los chamanes de una tribu del Yukón sobre la suerte de los náufragos. A diferencia de los geógrafos, el oráculo boreal acertó en el pronóstico.

Con todo, en el libro se plantean tres cuestiones de absoluta actualidad. En el último tercio del siglo XIX los barcos enviados en su búsqueda ya buscaban indicios de los exploradores perdidos analizando la basura y los restos de naufragios varados en las playas árticas. Y eso que aún no había empezado la edad del plástico. Además, se constata cómo la caza intensiva de focas, ballenas y morsas en el Ártico supuso la extinción, en muy pocos años, de las culturas indígenas. Inuits, chukchis, yakutos, aleutianos y otros siguieron tras la caza industrial el mismo camino que los indios de las praderas con la extinción de los bisontes. El Mar Polar Abierto, en fin, esa quimera de los geógrafos de entonces, va camino de convertirse en realidad  como consecuencia del calentamiento global.

 

 

 

Sálvora. Diario de un farero

Julio Vilches

Editorial Hoja de Lata

 

 Hace muchos años una campaña publicitaria mostraba a un farero -barba corta, jersey de cuello alto, fumador de pipa- mientras hacía los preparativos para lo que parecía iba a ser una larga temporada en solitario. Ropa, lectura, latas de comida y un gran tarro de cristal con café soluble: Nescafé para cien días.

El anuncio era eficaz porque enseñaba todos los tópicos que envuelven al mundo de los faros, sólidas linternas de piedra erguidas rompiendo la oscuridad del mar tenebroso, habitadas, como corresponde, por gente recia, austera, en un mundo de tempestades, melancolía y soledad. Y con esos tópicos a cuestas afronté la lectura de Sálvora, Diario de un farero, la particular crónica temporal de Julio Vilches, farero en la isla de Sálvora, en la boca de la Ría de Arosa y hoy integrada en el Parque Nacional de las Islas Atlánticas de Galicia. El relato abarca desde el verano del año 1980 hasta la Nochevieja que dará paso al año 2000, una fecha en la que parece que la vida del autor va a da un giro pero que se abstiene de contar, quizá porque, como se dice en la introducción, llega un momento en que la rutina comienza a superar a la novedad. El diario se lee con la fluidez con la que pasa el tiempo o, si me lo permiten, al ritmo constante con que los haces del faro (tres destellos, negro, uno más) barren la oscuridad de la noche.

Y la realidad, claro, prescinde de los tópicos. El relato, como un cuaderno de bitácora, es una rápida sucesión de historias cotidianas entrelazadas, sin epígrafes ni capítulos que ayuden a jerarquizar, a ordenar para el lector las experiencias de cada día. Así, asistimos a la descripción de un periodos de tiempo luminoso con otros en los que las cortinas de lluvia y las nubes disuelven los horizontes del mar; temporadas de aislamiento por mal tiempo con veranos vividos entre paseos, excursiones de pesca, marisqueo, anécdotas de la vida familiar, fiestas con amigos, visitantes exóticos, música, juegos, ingeniería de faros, técnicas de alumbrado, rescates de náufragos y naufragios propios. Destaca la creación de una emisora de radio en circuito cerrado entre los cuidadores de dos luciérnagas, esta de Sálvora y la de la cercana isla de Ons; Entre dos luces, programas radiofónicos con conversaciones, informaciones locales y mucha música abiertos a “vigilantes, pescadores, contrabandistas, aduaneros, furtivos, beneméritos, piratas, vagabundos de agua salada y, en general, a todo tipo de marineros flotantes”. Y de esta ralea de gente están plagadas estas páginas. El ritmo narrativo es como la vida misma, que apenas repara en un acontecimiento para abandonarlo y atender al siguiente. El sentido global que se percibe en la historia es más importante que los hechos tomados uno a uno, de la misma forma que la envolvente de una melodía, la percepción global, nos interesa más que sus notas. Todo visto desde una atalaya sólida, un barco de piedra tan inmutable que hasta los episodios más dramáticos –los nacimientos y muertes que rodean la vida en el faro- quedan inmediatamente atrás, difuminados en el paso de la vida cotidiana como el oleaje se diluye entre la espuma de una estela.

Al comenzar el diario el mecanismo del faro era aún de combustión, una linterna de fuego con capillos como, creo imaginar, los antiguos faroles de camping gas, girando suavemente sobre un baño de mercurio líquido. Pero la vida pasa y el faro se va transformando, la luz de fuego se electrifica, el progreso llega en forma de paneles solares y mecanismos automatizados. El barco de piedra, el faro de fuego, es ahora una baliza automática, el farero, un técnico mecánico de señales marítimas. Sabemos que el final del oficio se acerca, que la navegación cambia, que quienes andan por las rutas de la alta mar se guían ya por otros sistemas.

En este tránsito de fondo, así como la luz del faro sólo alumbra fugazmente algunos fragmentos de la noche, el autor sólo ha querido mostrar algunos momentos, cargados de actividad y vida. Pero el relato está lleno de saltos temporales de los que nada dice y que, a falta de información, estamos autorizados a suponer llenos de borrascas, soledades, melancolías y nostalgias. Y en el lector reaparecen los tópicos que hacen bueno hasta el sabor de una taza de café soluble.