La Sierra de Guadarrama

La Sierra manantial

 Lejos relumbra la piedra
del áspero Guadarrama.
Agua que brilla y no suena.
Canción de las tierras altas, Antonio Machado.

 

Las montañas son las fábricas del agua. En sus cumbres se enganchan las nubes, en las vaguadas se detienen las nieblas, los bosques transpiran vapor.

Toda la sierra de Guadarrama es un manantial. La lluvia y la nieve dan lugar a arroyos y regatos que se precipitan por cascadas y rápidos. Al paso del agua, junto a fuentes y manantiales, la sierra suena. Cantan y reclaman los pájaros forestales, ladran y maúllan las rapaces diurnas, ululan los búhos, braman los corzos, croan los anfibios; no hay palabras suficientes para enumerar todos los sonidos de los insectos.

Donde hay agua hay pasto. Por toda la sierra tintinea el ganado.

Sólo en pleno invierno, detenida por el frío, el agua de la sierra brilla pero no suena.

Estos relatos sonoros fueron publicados por el Centro Nacional de Educación Ambiental, CENEAM, dentro de la serie Paisajes sonoros de los Parques Nacionales. Con ilustraciones originales de Juan Varela.

 

El silencio blanco

Azud del acueducto de Segovia, pinar de La Acebeda.

En invierno, las aguas de la sierra manantial vienen en silencio, en forma de copos de nieve. Pero cuando se acumulan sobre las copas de los pinos pueden llegar a caer con estrépito.

Es todo un desafío ilustrar el sonido de paisaje nevado. Los copos caen en silencio, los animales paralizan su actividad; la capa de nieve, además, absorbe las frecuencias más agudas y la atmósfera suena, si lo hace, sorda, apagada y sin brillo.

Pero siempre hay algo capaz de interrumpir la monotonía más espesa. Tras una copiosa nevada las copas de los pinos ya no soportan las grandes masas de nieve, tan pesadas que amenazan la estructura de las ramas. A poco que el aire temple, o que un viento serrano sople entre el arbolado, grandes masas de nieve se precipitan contra el suelo con estrépito. Decenas, cientos de kilos de nieve apelmazada caen y los impactos producen un retumbo sordo. Una profunda percusión utiliza el suelo del bosque como caja de resonancia. El silencio blanco, a veces, es un estruendo.

Por estas fechas la mayoría de los que se mueven no están muy dispuestos a decir nada. Las aves forestales callan; bastante hacen con aguantar el frío  y buscar la poca comida disponible bajo el manto blanco. Sin embargo, algunos ejemplares aislados, algunas bandadas, van dejando un rastro sonoro en su merodeo en busca de alimento. En los bosques sólo se escuchan sonidos muy simples, reclamos sencillos: el martilleo agudo de los mirlos, tan lejano acústicamente hablando, de su canción; el crepitar de los petirrojos y chochines, o las voces apelotonadas de las bandadas de mitos, siempre de paso entre las copas.

Muy arriba un águila imperial ladra y traza así, desde el aire, los límites de su territorio en el suelo.

Pero todo esto no son más que episodios fugaces. El cielo se hace plomizo, parece que la atmósfera templa y vuelve la nevada. Cae de nuevo el silencio blanco.

 

Trabajos forestales

Fuente de La Fuenfría.

El bosque como instrumento. Al comienzo de la primavera cuatro tableteos apresurados resuenan desde cuatro direcciones distintas. Esto es una frontera, el vértice  en el que confluyen y se solapan los territorios de otros tantos picos picapinos.

Cada tamborileo, en ráfagas de quince a veinte picotazos por segundo, lanza una señal de advertencia a los competidores: hasta aquí podéis llegar, este tronco es mi límite.

Puesto que el tronco es el instrumento, el resonador que amplifica la señal de advertencia, es normal que cada picapinos busque el que reúna las mejores condiciones acústicas. Por lo general prefieren los troncos secos, duros, contra los que repicar mejor; su sonido es brillante, rápido, y se propaga con facilidad bosque adentro. Pero hay a quienes les gustan las tonalidades más elaboradas, más sutiles. Son los que tabletean contra leñas descompuestas, con gruesas cortezas minadas por los insectos taladradores; el tamborileo es lento, casi se pueden contar los golpes uno a uno, y el sonido resultante es sordo, apagado, cargado del aroma de la madera vieja.

En el pinar hay más carpinteros. Pico menor. Cloquea una ardilla, tronco arriba.

A su manera, también los trepadores azules trabajan la madera. Los picotazos contra el tronco en busca de comida son tan delatores de su presencia como los silbidos agudos que lanzan cuando, en lugar de trepar, destrepan madera abajo. Junto a ellos sisean los delicados agateadores.

El pinar es, claro está, el dominio del carbonero garrapinos, que, como todos los miembros de su familia, la de los páridos, pone un toque rítmico sobre tanta percusión.

La comunidad forestal incluye a otras muchas especies. Este es el catálogo. Completan el elenco de los páridos los carboneros comunes y los herrrillos capuchinos. De los fringílidos están casi todos: lúganos, piquituertos, camachuelos, verderones serranos y  verdecillos. Y los más ubicuos de todos, los pinzones vulgares y su torrente de voz.

En el extremo opuesto, no hay canto más sutil que el de los dos reyezuelos, el sencillo y el listado. A su paso el pinar se llena de siseos y sutilezas.

 

Altos de La Morcuera

Fuente de Cossío

Primeras luces de mayo. Gris el cielo, amarillas las flores de los piornos; negras las vacas de la raza avileña.

Una nava, una amplia planicie entre montañas, a más de 1.700 metros de altura, cubierta de pastos, piornales y algunas raquíticas repoblaciones de pinos. Las cumbres de los picos del Guadarrama –una exageración, dada su forma redondeada- se dibujan en los horizontes: Peñalara al norte, las Cabezas de Hierro al oeste, la Najarra encima del puerto. El amarillo de los piornos es un tapiz sobre el suelo verde. El cielo gris del amanecer lo es más aún por unas nubes que amenazan tormenta. Llovizna y hace fresco, pero las vacas siegan la hierba y rumian tranquilas.

Cantan todos las aves del piornal. Contra el cielo una alondra aletea incansable, colgada en su oteadero invisible. La falta de posaderos obliga a estos pájaros a elevarse en el aire para desde allí delimitar sus territorios. La alondra canta, silba largas parrafadas sin pausa, al tiempo que aletea con fuerza para mantenerse en vuelo. Parece fácil, pero es como hablar a la carrera y sin parar para tomar aire

Con más calma se lo toma un escribano hortelano, un pájaro de los pastizales de altura que reclama con un silbido quedo y lanza su sencilla frase de canto. Más discreto, otro escribano, el montesino, se esconde dentro de un arbusto y sólo deja oír un sutil reclamo agudo, casi un susurro. Sobre el amarillo de los piornos destaca la voz, y el color, de un  pechiazul.

Aparece una voz más melódica. Silba una totovía, desde un arbusto. Y matraquean a la vez todos los miembros de una familia de tarabillas: los pollos volantones y sus padres.

Arriba, aunque un poco más cerca de la tierra, la alondra sigue con su parloteo.

La tormenta se acerca. A un acentor común parece entrarle prisa y vocaliza una ráfaga apresurada. Pero nada, ni el aviso del trueno,  puede alterar  la serenidad de una vaca satisfecha.

 

A la espera de un corzo

Aguas tuertas del arroyo de Regajos Fríos, Majada Hambrienta

 

 

Solsticio de verano. La noche es oscura, estrellada. La luna aún tardará varias horas en salir, aunque un resplandor la anuncia hacia el este, por detrás de la loma de Peñalara.  

No corre una gota de aire, ni brisa que sacuda hoja alguna. Silencio y quietud, sólo matizado por el murmullo de las aguas retorcidas del arroyo de Regajos Fríos, hermano de nacimiento del Peñalara, y los ocasionales arranques de unas ranas, comunes y de San Antón. Croan a lo lejos, desde los tremedales.

A media distancia un cárabo –los oídos y los ojos de un búho- lanza unos gañidos agudos. Debe ser una madre que, subida a las ramas altas de un pino, avisa a sus pollos de la presencia de un extraño.

Pronto los pollos olvidan toda cautela y empiezan a chillar, con unos gritos arrastrados, agudos, plañideros. Unos grillos estridulan sin mucha convicción; la noche está fresca. Un crujido pasa por encima, como el rastro de un moscardón, y le sigue otro. El primero, un insecto de gran tamaño que pasa zumbando, quizá un coleóptero, un ciervo volante. El segundo, más grande, un chotacabras europeo, ave de la noche que silba, ronronea y palmetea con las alas mientras cuartea su territorio, un claro del bosque confinado entre matas de pinos y robles.

Siguen los pollos hambrientos. Ahora a media distancia ulula otro cárabo, seguramente el padre. Y el ululato anuncia que, por el momento, no hay comida.

Entre la vegetación, cerca, se oyen unos chasquidos. Un animal de gran tamaño pisotea, rompe las ramas caídas. Es un corzo que lanza un ladrido bronco, abierto. Pero la voz que rompe el silencio del bosque no es una voz de alarma; el animal no huye a saltos, rompiendo la maleza, sino que empieza una serie de llamadas, distintas, como explorando varios registros, mientras camina y describe un arco. Se trata de un macho en celo, aquerenciado desde hace días a este claro de hierba y helechos, que se asoma así al celo. Con estos bramidos desafía a otros machos, intenta seducir a alguna hembra.

Los ladridos se extienden durante un largo rato, hasta que el corzo calla y se aleja, tranquilo, a recuperar fuerzas y ganas en alguna vega fresca.

La ladra de los corzos marca el comienzo del verano en la Sierra. Mientras, el cárabo no ha parado de ulular. Ni los pollos de pedir.

 

Las horas del cuco

Arroyo de la Laguna de Peñalara, por el Camino Viejo del Paular

En verano, en cualquier arboleda, a cualquier hora del día, la voz lejana del cuco marca el paso de las horas.

Mucho antes del amanecer, cuando la luz empieza a clarear, en la atmósfera del bosque resuenan las llamadas del día. El cuco está entre los primeros, pero no es el único. Junto a él canta un mirlo, estalla un chochín, parlotea un petirrojo.

La voz del cuco no siempre se ajusta a su nombre. A veces la doble nota se convierte en una rápida carcajada.

A media mañana el cuco canta desde una mata de robles, un paisaje cerrado. Suena la doble nota, intercalando pausas de silencio, acompañada por todo el elenco forestal y los primeros grillos y saltamontes, que templan los élitros con el aire ya tibio de la mañana. Por encima de las copas, en vuelo coronado, maúlla un ratonero. Y desde las profundidades del bosque llega la llamada de un azor.

El sol empieza a declinar hacia el oeste. Aún queda mucho para la noche, pero en el bosque la actividad se acelera. Grazna una corneja. La llamada del cuco siempre engaña; resuena y parece una declamación desde la distancia, pero en realidad es mucho más suave y el ave, aún estando muy cerca, parece lejana. El cuco, siempre burlándose de quienes le escuchan.

La verdadera hora del cuco. Anochece, el bosque es una sombra. Ahora sí, los grillos rascan a conciencia con las alas. Y un cuco asoma en la distancia. En un claro del bosque se acerca la silueta de una becada volando en círculos sobre las copas, recortada contra el cielo negro e iluminada por la luna. Y todo con la letanía burlona del cuco resonando a nuestra espalda.

 

Tormenta de verano

Laguna de Peñalara

Las aguas de la sierra manantial caen ahora del cielo y se remansan en la laguna de Peñalara. Pero la lluvia no viene con discreción. El rayo dura un instante, pero el eco del trueno se estira valle abajo.

Por encima de los 2000 metros una tormenta adquiere una dimensión inquietante. Y más si se produce sobre un recuenco, una gran cámara de resonancia hecha de piedra. La exhalación del rayo produce el primer chasquido, pero la violenta onda de choque rebota contra las paredes de roca, se amplifica contra la lámina de agua y rellena todo el espacio.

El estampido del trueno, un eco en estado puro, sale del circo de la laguna y se desborda valle abajo. Cada retumbo, cada quiebro del sonido, se produce al reflejarse contra una nueva pared, contra una discontinuidad del terreno. El trueno rellena el espacio y hace un dibujo sin líneas del alto valle del Lozoya.

 

La señal

Arroyo de La Umbría

Andando por los bosques en estos días, mediado el verano, oiremos una señal que se propaga de un lado para otro. Es una llamada de tensión y desconfianza. El bosque entero está alerta.

Todas las aves forestales llevan semanas ocupadas en sacar adelante a sus pollos. Muchas de ellas irán ya por la segunda, y hasta por la tercera puesta. En cada árbol, en cada maraña, hay nidos ocultos llenos de seres desvalidos. Pinzones, petirrojos, carboneros, mirlos, chochines y demás, se han repartido todo el territorio disponible, en áreas delimitadas por la sutil frontera que trazan con sus cantos. Así que estemos donde estemos, en marcha o quietos, siempre nos encontraremos cerca de un nido, o con una familia de pollos volantones deambulando alrededor. Y con uno o dos adultos que, sintiendo la amenaza sobre los suyos, se expondrán con valentía para atraer hacia sí el peligro.

La tensión se palpa en el aire. El reclamo de alerta de muchos pájaros forestales es muy similar, y se expresa en la forma que podríamos denominar silbarronca: una serie de silbidos más o menos finos, más o menos agudos, seguidos por un carraspeo. La silbarronca la hacen los ruiseñores, a quienes, en rigor, se les debe aplicar el nombre –un sonido tan distinto al de su canto que en muchos sitios se los toma por especie diferente-. Pero también la hacen los carboneros comunes, aunque de manera más sutil, más aguda.

Una secuencia similar emiten los petirrojos excitados, que se exponen con gallardía al peligro con un silbido metálico, penetrante, emitido en largas series antes del carraspeo. Y los pinzones vulgares, siempre tan ruidosos, que encaramados a las ramas silban, líquidos, y rematan con un chui chui doble, una desviación sin aristas del carraspeo ronco.

Currucas capirotadas y chochines prescinde de los silbidos y se quedan con el ronquido, acelerado y en tensión.

A nuestro paso el sonido del bosque cambia. La señal no deja lugar a dudas. En las arboledas donde rebullen nuevas presencias no somos más que unos intrusos.

 

Luna de cárabos

Arroyo de La Chorranca

Luna llena de otoño. Dentro del bosque las siluetas de los árboles, sombras negras, contrastan con la fría claridad. Como un aguatinta.

El silencio se arrastra valle abajo, envuelto en jirones de niebla impulsados por el peso del aire frío de las capas más altas. Todavía no han llegado las heladas, por lo que el rasgueo de algunos insectos rompe el telón sonoro. A ratos se animan y forman una nube de ruidillos, difíciles de localizar en el claroscuro.

Esta situación puede durar un largo rato. Hasta que un lamento cruza la noche. El primero convoca a un segundo, un tercero y hasta un cuarto, más lejos. Varios cárabos que deambulan por ahí se cruzan en un punto, un rodal de pinos en el centro de un claro. Y durante unos segundos el bosque es un escenario fantasmagórico. Los jóvenes nacidos la pasada primavera ya se han emancipado y recorren los bosques en busca de cazaderos. Esto da lugar a conflictos territoriales, discusiones a base de ululatos.

Callan los cárabos. Vuelven los insectos. Por encima de todo, suenan los pulsos agudos de los murciélagos, la parte audible de los ultrasonidos con que se orientan en sus vuelos de caza.

 

Las montañas de la bruma

Fuente de Collado Ventoso

Y tras las lluvias llegaron las nieblas. No los pesados bancos de niebla que amortajan durante días las llanuras, sino las brumas ligeras, los jirones de vapor que emergen de los bosques, de las vaguadas y los riscos en las laderas.

Vistos en la distancia, parece que los bosques de montaña están puestos a secar. Desde dentro la  sensación es otra. La niebla parece inmóvil y comunica ese aire de inmovilidad, de quietud, al paisaje que envuelve. La visibilidad se cierra a unos pocos metros; las formas se desdibujan; el bosque más simple se convierte en una intrincada selva. En cuanto al fondo, el bosque suena a poca cosa, si es que suena a algo más allá de los murmullos típicos de los valles.

A mediados de noviembre los pájaros forestales están en plena invernada, es decir, en silencio. Lo más que se atreven a emitir son unos sutiles reclamos, casi siempre sílabas aisladas agudas y penetrantes, mensajes de aviso, cargados de tensión.

Un zorzal común está alerta. La llamada, aguda y rápida, sirve para avisar a toda la comunidad entre la niebla de la presencia de un intruso. Las señales breves y de alta frecuencia son muy difíciles de localizar, y esta es una peculiaridad de la que se sirven los zorzales para avisar de un peligro sin delatarse inmediatamente.

Sisea un zorzal alirrojo. Aunque cueste creerlo, pasan por ser las aves mejor dotadas para el canto… el resto del año.

Hay que tener un oído muy fino para identificar a las diferentes especies en este catálogo de alfilerazos agudos. Agateadores comunes, carboneros garrapinos y los rechonchos picogordos emiten sus sutilezas junto a los escribanos montesinos.

Cada tarde, cerca del crepúsculo, cientos de cuervos revuelan por la ladera de Siete Picos, entre los puertos de Navacerrada y la Fuenfría; aunque parezca mentira, lo que buscan con tanto barullo es un lugar tranquilo para pasar la noche. Por debajo de ellos graznan los arrendajos.

Pero la quietud vuelve enseguida a los bosques inmovilizados por la niebla.

A testarazos

Arroyo Mediano, en el Hueco de San Blas 

El paisaje parece una instantánea, el desmoronamiento de una montaña detenido por un instante que amenaza con desplomarse de un momento a otro. Enormes bolas de granito en equilibrio inestable, rocas de toneladas de peso sujetas por un punto de apoyo, pedreras que se precipitan ladera abajo.

Entramos en los dominios de la cabra montés. Noviembre, su época de celo.

Este laberinto pétreo es un lugar ideal para esconderse. Unos trallazos restallan detrás de una roca. Al tiempo, un silbido agudo, audible a cientos de metros, propaga la alarma. Pero en estos momentos no hay señal capaz de distraer a dos cabras, dos machos monteses, que discuten sin sutilezas para aclarar el rango dentro del rebaño. Noviembre es temporada de celo en las montañas, en el aire flotan todo tipo de sugerencias y los machos sólo saben utilizar la cabeza como ariete.

Alrededor de los dos contendientes, el hasta ahora líder y el aspirante a todo, se arremolina el rebaño: cinco o seis madres, cada una de ellas con un chivo pegado, y dos o tres machos jóvenes, con poca cornamenta y menos posibilidades. Comen, balan, mantienen una cierta tensión con unos estornudos discretos.

La fuerza bruta no está reñida con la ternura. Una cosa es quitarse de encima a los aspirantes y otra cortejar a las hembras.  Inmóvil, con el cuerpo estirado y la cabeza agachada, el macho gimotea, parece que implora un trato de favor. Con un gañido que tanto puede parecer de súplica como de protesta.

Arriba, en las cumbres de la Cuerda Larga, se engancha el mal tiempo. De allí vienen los bandos de verderones serranos, los zorzales charlos en paso. Hasta los cuervos bajan de las peñas. Los silbidos de alarma marcan el límite de la tolerancia. Por lo demás, entre embestidas y con amenaza de ventisca, no hay nada nuevo en la rutina diaria de las cabras montesas.

 

 

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