El pastor sigue al rebaño. Desde la noche de los tiempos. Perseguir manadas de ungulados silvestres nos hizo ganaderos. Pero aquellas migraciones estacionales, de norte a sur, en otoño y primavera, hicieron también a este agreste país.
Poco a poco los ungulados silvestres fueron desplazados y el tintineo de esquilas y cencerros resonó por los campos. Los rebaños extensivos de ovejas, cabras, vacas y caballos suplantaron a los uros, bisontes, ciervos, corzos y cabras silvestres en el trabajo de segar, desbrozar los montes y crear así nuevos paisajes vegetales. Y trashumando por las mismas rutas durante siglos, a fuerza de diente y abonado, formaron el mejor pasto del mundo, resistente a la sequía y al pisoteo.
Las ocho grandes cañadas reales por las que transitan los rebaños, más todo el entramado de cordeles y veredas, forman una red de praderas lineales, de unas decenas de metros de ancho y cientos de kilómetros de longitud. Lo que es bueno para el ganado lo es también para la vida silvestre. Cada pocos kilómetros una charca, un pilón, para solaz de los anfibios; cada jornada de marcha un plantel de árboles, un sestil donde pasar las horas más calurosas del día. Por los márgenes dan su sombra inacabables bosques de galería, se estiran miles de kilómetros de setos y cercas. La diversidad de flora y fauna de la península ibérica no se puede explicar sin estas vías verdes, rutas de paso para todo lo que se mueve.
Y detrás de los rebaños, las manadas de lobos, salteadores sedentarios unos, merodeadores en busca de fortuna otros, por los caminos de la trashumancia.
Cuando hace ya más de veinte años Jesús Garzón empezó a acarrear hatos de ovejas merinas, estaba activando uno de los mejores proyectos de conservación de la naturaleza que se ha emprendido en España. Garzón es un nombre al que quienes defienden la naturaleza le deben mucho más de lo que cabe en estas líneas. Después de recorrer a pie los montes de todo el país, después de luchar por el lobo y frenar la destrucción de las sierras de Monfragüe, Jesús Garzón identificó el problema principal y a ello se dedicó. Literalmente, se echó al monte. En este mundo tan transformado, el medio natural no se concibe sin lo rural. Desde esta perspectiva, miles de ovejas bien apretadas cruzando las calles de Madrid forman algo más que una imagen pintoresca. Son todo un grito de protesta, un balido por la vuelta de las condiciones que moldearon y repoblaron esta tierra.
Publicado en el diario El Mundo, suplemento EM2, el sábado 29 de noviembre de 2014