Pese a la nevada intensa y el frío extremo, la actividad en el bosque no se detiene, concentrada en los pocos sitios donde es posible encontrar comida. En torno a un comedero, una caseta de madera que ofrece un precario refugio, los pájaros forestales se arremolinan, hambrientos. Donde hay necesidad siempre hay gresca.
El sonido es cercano, cerrado, como si escucháramos a través de una lupa. Es, por decir, una realidad sonora aumentada. Predominan los zumbidos de los aleteos, las enérgicas sacudidas que arrancan y detienen las trayectorias de los pájaros. Y constantemente se oyen los reclamos, más o menos amables, de jilgueros, verdes, carboneros y herrerillos comunes y los gordos pinzones vulgares. Parece que alborotan demasiado y alguna señal pone en guardia a la comunidad del bosque: un pico picapinos lanza un grito de alarma, un mirlo parlotea con voz destemplada. Mientras, los comensales, que tiran más comida de la que pueden tragar, bajan al suelo nevado donde, oscuros contra el fondo blanco, son presa fácil.
La alarma del bosque tenía un motivo. Fugazmente, casi sin tiempo para verlo venir, un gavilán cruza el claro y se abalanza sobre la nieve. El gavilán domina la persecución en vuelo, la caza en el suelo no es su técnica, y el instante que necesita para picar proporciona a los comensales el tiempo justo para escapar.
Las imitaciones del estornino negro, un paisaje sonoro en la garganta. Sabemos, porque él mismo nos lo cuenta, que vive en una zona rural rodeada de sotos y matas arboladas. En una larga parrafada incorpora las imitaciones de algunas de las aves con las que comparte espacio vital: cigüeña blanca, gorrión común, cuco, grajilla, corneja, chova piquirroja, milano real, oropéndola, mochuelo y autillo. En la secuencia, el montaje muestra primero la imitación y, a continuación, la voz del imitado. En ocasiones la copia es perfecta; otras, como en el caso del cuco, parece una burla.
El estornino negro reinterpreta la banda sonora de su propio entorno.
Ganguean dos gansos silvestres, dos ánsares comunes, y en la estructura armónica de sus voces rotas se llegan a contar hasta cincuenta y cinco sobretonos.
Carboneros comunes y garrapinos, herrerillos capuchinos y lúganos revolotean y silban en torno a unos comederos colgados de las ramas bajas de unos abedules. Otoño en un jardín de la cara norte de la Sierra de Guadarrama.
Con toda probabilidad, lakalaka es la primera alusión al paisaje sonoro de la historia. El término aparece escrito en una tablilla de barro de época sumeria, con cuatro mil años de antigüedad, y se refiere a un ave grande que habitaba en edificios urbanos. La lakalaka es la cigüeña y el nombre es una onomatopeya, la transcripción del sonido del crotorar, el castañeteo que hacen estas aves con el pico en la ceremonia de salutación del nido.
Desde entonces el sonido está muy presente en los nombres vernáculos de las aves. Un texto con la relación de las especies que cantan, silban y gorjean en un lugar es como un dictado, una transcripción de la componente sonora del paisaje. El concierto natural está escrito en el aire.
Por ejemplo. En casi cualquier arboleda, al amanecer de primavera, los primeros compases suelen venir de la totovía, un pájaro que en las dos últimas sílabas lleva escritas las notas finales de su secuencia de canto. También con las primeras luces los cucos pronuncian su nombre desde todas las esquinas del bosque, mientras las palomas zuritas zurean, las tórtolas emiten su arrullo -tur tur- y los zorzales charlos dejan oír su reclamo, un chirrido líquido. Los pinzones lanzan sus silbidos –pin pin- fuertes y agudos. Y una multitud de páridos ocupa con sus voces el fondo sonoro del bosque: los términos chichipán, chapín, machachín, cuchinchín y pichichí, entre otros muchos vernáculos diseminados por toda España, pronunciados con el ritmo y la entonación adecuadas, son transcripción casi perfecta del canto de los carboneros comunes. Al tiempo, la llamada bi y trisilábica de las abubillas –bu bu bu-, en frases rápidas y repetidas hasta el aburrimiento, colorean el más literario de los paisajes.
Bisbisean los bisbitas, ganguean las gangas. Las bandadas de sisones vuelan envueltas en el siseo agudo que emiten las puntas de las alas al batir. El críalo, pariente cercano del cuco, grita y parece mandar un recado -“críalo, críalo”- a las aves parasitadas encargadas de sacar adelante a sus pollos.
Pero si hay un grupo que lleve la voz escrita en el nombre es el de los córvidos. Pronúnciense las palabras cuervo, graja, corneja, arrendajo, urraca y chova haciendo rodar las erres, arrastrando las jotas desde lo más alto del paladar, y se tendrá un desgarrado catálogo de los graznidos, quejidos, crujidos y crocitares de estas aves.
Al caer la tarde se produce el cambio de guardia, y el concierto cambia también de tonalidad. Grillan los grillos y de las espesuras salen unos silbidos agudos encadenados con un breve ronquido: reclama la silbarronca, el otro nombre del ruiseñor. La pagañera, que es como también se conoce al chotacabras pardo, deja oír su matraqueo repetitivo –pagá, pagá– mientras vuela en círculos sobre los claros del bosque. Silban los gatillos de monte, los autillos –aut aut– y maúllan los bien llamados gatomochuelos.
Pasará el verano y llegarán los fríos del otoño. Y con ellos las grullas gruirán, ganguearán los gansos y silbarán los ánades silbones. Reirán las gaviotas reidoras, mugirán los avetoros, trinarán los zarapitos trinadores y los archibebes –chí vi ví, o tiu bo bó, según se oiga-. Hasta que cualquier noche, allá por diciembre, en lo más oscuro del año, una nota larga y profunda se escuche, como suspendida entre dos paredones rocoso: los búhos reales lanzan la primera sílaba de su nombre.
Publicado en el número de la revista Leer de febrero de 2017, dedicado a la literatura de la naturaleza.
El fuerte viento expande un griterío por los alrededores de la laguna de Gallocanta.
Al sur de la cuenca inundable, lejos del agua y cerca de la localidad de Bello, unas discretas casetas de madera estratégicamente colocadas sirven a los fotógrafos naturalistas –y, ya puestos, también a algún sonidista- para observar de cerca a unas pocas de las decenas de miles de grullas que invernan en estos fríos parajes.
Para atraer a estas aves, en las horas previas al alba los observadores esparcen alrededor de las casetas grandes cantidades de cebada; el suelo amanece tapizado; los fuertes vientos racheados diseminan el grano: las grullas se dejan fotografiar y a cambio cobran su salario.
Pero no son las únicas en responder a la oferta. En un largo día de observación, entre las patas de las grullas, sobreponiendo sus voces por encima del griterío reinante, numerosas especies acuden a hacer su cosecha.
La abundancia hace que se rompan todas las barreras y convivan pacíficamente aves provenientes de diferentes hábitats: patos azulones y demás aves acuáticas; zarapitos reales como representantes de las aves de los limos; bisbitas alpinos que bajan de las zonas altas para invernan en las estepas más frías de España… No pueden faltar los ubicuos córvidos y los estorninos negros, por bandadas, a quienes tanto les da un páramo que una arboleda.
Y toda esta reunión de comensales tiene lugar mientras a su alrededor las grullas, siempre envueltas en su propio ruido, picotean, gritan, se revuelven contra el viento y convierten sus peleas en estilizadas y ruidosas danzas.
Publicado en el audioblog El sonido de la naturaleza, el sábado 28 de enero de 2017.
Bosques mixtos en los alrededores de La Granja, en Segovia.
Una franja continua de árboles poblada de voces pasa bajo nuestro punto de observación. El tapiz está formado por una masa de pinos silvestres, robles melojos, alisos, chopos lombardos, álamos, cedros, cipreses y hasta algún haya. Y sobre sus copas, entre las ramas o desde el suelo, bajo las sombras, se oyen los reclamos de los más tenaces del otoño: el martilleo de los mirlos, los trinos y crepitares de los petirrojos, el carraspeo de un chochín, el reclamo regañante de un carbonero común, los silbidos de un bando de estorninos, el tuiteo de los trepadores azules, unos graznidos ásperos de arrendajos, las voces rotas de cornejas y cuervos, los gritos restallantes de grajillas y chovas piquirrojas…. El otoño en los bosques llega a su fin. Pronto nevará y el silencio blanco envolverá el paisaje sonoro. Pero, mientras duren los colores, durarán las voces forestales del otoño.
Sólo hay algo que le guste a un naturalista tanto como las propias aves. Las guías de aves.
Pequeños libros ilustrados, a menudo del tamaño de un bolsillo, en los que, ordenadas sistemáticamente, rebullen cientos de aves, sus imágenes, mapas, descripciones y, ¿por qué no?, sus voces y cantos.
Guías siempre gastadas, desencuadernadas, llenas de anotaciones, manchadas por el uso en mil excursiones que empiezan al amanecer y terminan con el crepúsculo. Excursiones que, gracias a ellas, se prolongan un rato más en casa, mientras las manoseamos al repasar la cosecha del día.
Hay guías de todo tipo. Generalistas, dedicadas a todas las aves de una región geográfica; o especializadas en grupos concretos, como anátidas, rapaces, aves marinas o nidos y pollos, entre otras. Cada aficionado a las aves tiene su propia colección, sus preferencias. La más famosa es la Guía de campo de las Aves de España y de Europa, la célebre y apreciada guía de Roger Tory Peterson, que abre con la cita de William Shakespeare que se recoge más arriba. Aunque para mí la “guía” siempre ha sido la de Hermann Heinzel.
Las imágenes que ilustran este blog proceden de una de las más bellas, el Manual de las Aves de Europa de Lars Jonsson, editada, como casi todas, por Omega.
Para quien quiera escucharlo, el concierto de las aves también resuena entre las páginas de las guías de campo.