La berrea de los ciervos

Llega el otoño, ha caído algo de agua, las noches refrescan y el celo no puede esperar. La berrea de los ciervos se manifiesta con toda rotundidad contra el fondo negro de la noche, cuando la vista no sirve y el oído lo cuenta todo. Los bramidos de los venados, muy fuertes ahora que están empezando, retumban en la oscuridad. El sonido reverbera contra las rocas, contra las laderas pendientes de una vaguada.

La tensión sube. Un ejemplar, con la voz bronca de un gigante -posiblemente un macho con ancestros centroeuropeos, de una raza mayor que la ibérica-, rompe las hostilidades, y ahora son los testarazos, los choques de cuerna contra cuerna, los sonidos que restallan contra las rocas.

El otoño acaba de empezar. La berrea lo confirma.

 

Otoño: la berrea

Al crepúsculo, hacia el oeste, el cielo se ilumina  al tiempo que el paisaje se apaga. Las encinas no son más que siluetas recortadas, las laderas de monte un telón negro. No se ve nada, pero desde esa oscuridad emergen los sonidos que dan la señal de partida al otoño. Comienza la berrea, el periodo de celo durante el que los ciervos dirimen sus asuntos a voces.

En los últimos días las tormentas han traído un poco de agua; la hierba, pulverizada tras el verano más caliente que se recuerda, empieza ahora a brotar. Las noches refrescan y el celo no puede esperar. Aunque con poca intensidad, los rotundos bramidos de los machos resuenan por las vaguadas, retumban contra las rocas, ruedan ladera abajo. No hay nada más contundente en el paisaje sonoro natural, salvo las tormentas.

Junto a ellos, los otros sonidos de la hora –el crepitar de los petirrojos, los reclamos asustados de los mirlos, el ululato de un cárabo, los ladridos de los zorros- pasan casi desapercibidos. Tan sólo la dulce y tenaz melopea de los últimos grillos, en el otro extremo de la escala sonora, destaca contra los estruendos de la berrea de los ciervos.