Un calendario del agua

El paisaje sonoro cambia a lo largo del año. Las aguas dulces tienen su calendario.

Enero. Silencio en la alta noche en la marisma inundada, roto por los graznidos desgarrados de unos pocos gansos solitarios.

Febrero. Desde el corazón de un carrizal, rodeado por millones de cañas, bufa un avetoro.

Marzo. Con las intensas lluvias el campo se encharca, y algunos anfibios -ranitas de San Antón, sobre todo- lo agradecen cantando a coro.

Abril. Deshielo en la montaña, el agua escurre por todas partes. Y por todas partes, pero contra el cielo, restallan las chovas.

Mayo. El ruiseñor y la fuente. Con los autillos al fondo, marcando el paso del tiempo.

Junio. Días de bonanza. Un regato riega los pastizales de alta montaña y a su frescor acuden saltamontes, marmotas y vacas.

Julio. El calor seca los campos y las últimas charcas sirven de bebederos de emergencia para gangas y de refugio para algunas ranas.

Agosto. Paisajes sin agua, estridencias resecas.

Septiembre. Las primeras tormentas traen las primeras lluvias, las primeras hierbas. Y con ellas llegan los primeros bramidos de la berrea.

Octubre. Hacia el final del mes llegan las grullas, un griterío alegre que busca una orilla encharcada -la ribera de un río, un embalse- para pasar la noche con las patas metidas en el agua.

Noviembre. Si ha llovido bien, las lagunas rebosan de agua y las aves acuáticas, anátidas y fochas, estallan de alegría.

Diciembre. Nieva por segunda vez en el bosque. Primero fueron los copos acumulados en las copas. Después, las sutiles avalanchas de nieve que caen con estrépito y retumban en el suelo.

¿Invierno?

Cae a tarde en los pinares del valle de Valsaín, en la Sierra de Guadarrama.

Empieza enero y los días anticiclónicos, de cielos altos y despejados son normales. No lo son tanto las altas temperaturas de las últimas semanas. A las noches de helada les siguen días templados, y aquí, en los pinares serranos, a 1400 metros de altitud, la atmósfera de la tarde suena a primavera.

El escenario debería estar en silencio. Pero canta, insistente, un carbonero garrapinos. Desde el bosque tamborilea un pico picapinos. Por las copas de los árboles revuelan y cantan los pájaros forestales: zorzales charlos, carboneros comunes y herrerillos, reyezuelos sencillos y agateadores comunes. Todos ellos deberían estar callados, ateridos y capeando la mala estación.

Al otro lado del valle, en una vaguada que a la mañana siguiente recibirá los primeros rayos de sol, se forma un dormidero de cuervos.

Contra el sol poniente, en el aire flotan hilos de arañas –los hilos de la Virgen- y nubes de insectos. El plancton aéreo que sirve de inesperado alimento a las aves insectívoras.

En dirección contraria, hacia el este, en el bosque crecen las sombras.

Y mientras los últimos rayos del sol se proyectan hacia el cielo, desde la espesura emergen las voces de un ave de la noche. Grita, inquieto, un cárabo.

Los tiempos, sin duda, están cambiando.

Un calendario lunar

Doce lunas, doce páginas del calendario sonoro de la naturaleza.

La luna de enero es la del búho real y la garza.

La de febrero es del búho chico, el zorro y el sapo corredor.

La de marzo es la del alcaraván en el suelo y el mochuelo en su olivo.

Durante la luna de abril llega el tiempo del urogallo, del corzo y  de la becada.

Bajo la de mayo canta el ruiseñor.

Plenilinio en junio, con el paíño en su roca y  la pardela cenicienta sobre el mar.

En julio le silba  a la luna el autillo; junto a él matraquea el chotacabras pardo.

En la de agosto gruñe el calamón, se ríe el zampullín y no calla ni una sola rana.

La luna de septiembre es la de la berrea y el sapo partero.

En octubre, la luz fría ilumina la ronca del gamo y el viaje otoñal del cárabo.

En las noches de noviembre chapotean en sus reflejos el avefría y las grullas viajeras.

La de diciembre es la luna del lobo.

La berrea de los ciervos

Llega el otoño, ha caído algo de agua, las noches refrescan y el celo no puede esperar. La berrea de los ciervos se manifiesta con toda rotundidad contra el fondo negro de la noche, cuando la vista no sirve y el oído lo cuenta todo. Los bramidos de los venados, muy fuertes ahora que están empezando, retumban en la oscuridad. El sonido reverbera contra las rocas, contra las laderas pendientes de una vaguada.

La tensión sube. Un ejemplar, con la voz bronca de un gigante -posiblemente un macho con ancestros centroeuropeos, de una raza mayor que la ibérica-, rompe las hostilidades, y ahora son los testarazos, los choques de cuerna contra cuerna, los sonidos que restallan contra las rocas.

El otoño acaba de empezar. La berrea lo confirma.

 

Solsticio de verano

El día más largo del año madruga  y se deja oír por encima de las últimas sombras. A las seis de la mañana las aves forestales empiezan a cantar.

Antes, ya con luz, un cárabo deja atrás la noche y da paso a los primeros cantores del día que aún está por venir. Con un chisporroteo, reclama un petirrojo, y enlaza con su parloteo deslavazado. Con voz ronca despiertan las cornejas: ¿quién no tiene la voz áspera al alba?

El parloteo enrevesado de una curruca mosquitera, oculta entre unos arbustos, se entrelaza con el trino limpio de un pinzón vulgar, encaramado a la copa de un pino.

A las siete ya es de día, por el este asoma el sol y el bosque se llena de luces, o lo que es lo mismo, de sonidos. Canta un zorzal charlo y jirrían los primeros vencejos mientras describen círculos en el aire. Lejos, relincha un pito real; desde las cuatro esquinas del bosque tamborilean los pájaros carpinteros.

Todo se acelera y pronto se forma un barullo. El paisaje sonoro es una confusión de voces de la que sobresalen unos silbidos melódicos, potentes, bien articulados. Amanece al fin y canta un zorzal común.

La noche más larga

En la noche más larga del año. Solsticio de invierno, luna creciente, casi llena.

El bosque en blanco y negro. El anticiclón más intenso y persistente de los últimos años dura ya dos meses y un aire tibio del sur templa una atmósfera que debería ser gélida. 

Pero, a pesar del tiempo, ya es invierno. Y en los bosques reina el silencio. Aunque no del todo. Aparte del estridular de los últimos insectos, por el aire inmóvil se propagan los ululatos de un mochuelo boreal y los ladridos de un corzo. En la quietud del momento, la acústica del bosque hace que las voces reverberen, se estiren.

Junto a un regato, oculta entre la vegetación, una cámara automática de fototrampeo nos descubre algunos secretos de la noche. Por allí pasan, a diferentes horas, un jabalí gruñón, un corzo silencioso y una pareja de zorros que ladran, gritan y discuten por algún resto de comida. Uno de ellos, además, parece resfriado: no será por la temperatura. Las imágenes, grabadas con luz infrarroja, invisible, envuelven en una bruma borrosa a los merodeadores de la noche.

Y poco más. Encaramado en una rama y a la espera del mal tiempo, un cárabo le grita a la primera luna del invierno.

Otoño: la berrea

Al crepúsculo, hacia el oeste, el cielo se ilumina  al tiempo que el paisaje se apaga. Las encinas no son más que siluetas recortadas, las laderas de monte un telón negro. No se ve nada, pero desde esa oscuridad emergen los sonidos que dan la señal de partida al otoño. Comienza la berrea, el periodo de celo durante el que los ciervos dirimen sus asuntos a voces.

En los últimos días las tormentas han traído un poco de agua; la hierba, pulverizada tras el verano más caliente que se recuerda, empieza ahora a brotar. Las noches refrescan y el celo no puede esperar. Aunque con poca intensidad, los rotundos bramidos de los machos resuenan por las vaguadas, retumban contra las rocas, ruedan ladera abajo. No hay nada más contundente en el paisaje sonoro natural, salvo las tormentas.

Junto a ellos, los otros sonidos de la hora –el crepitar de los petirrojos, los reclamos asustados de los mirlos, el ululato de un cárabo, los ladridos de los zorros- pasan casi desapercibidos. Tan sólo la dulce y tenaz melopea de los últimos grillos, en el otro extremo de la escala sonora, destaca contra los estruendos de la berrea de los ciervos.

Canto general

Para conservar la especie, pues, primero hay que cantar y luego lo que se presente en cada caso.

Josep Pla, El canto universal de la primavera.

 

 

Acaba marzo y con el aire tibio nuevos sonidos llegan desde todos los rincones del campo. Comienza el canto general de la primavera o, lo que es lo mismo, arranca la temporada de celo. Por el momento sólo con unos pocos intérpretes. Los insectos empiezan ahora a despertar; los anfibios se limitan a las horas de la noche. Durante el día, pues, el fondo sonoro es para las aves sedentarias, las que año tras año eligen quedarse  para sobrellevar el invierno en lugar de viajar a latitudes más cálidas. Tras meses de frío y silencio es normal que se arranquen a cantar con ansias acumuladas.

En este video -la imagen al servicio del sonido- aparecen algunos de esos cantores. El primero un verdecillo, que trina incansable desde su rama. Escuchamos el canto indescriptible de un estornino en el tejado, en competencia con los piídos de un grupo de gorriones, siempre en comunidad, siempre discutiendo.

En un jardín, cualquier posadero es bueno para hacerse oír. En el mango de una carretilla un chochín, ocho gramos de pájaro, canta con toda la energía que cabe en un cuerpo tan pequeño: una serie de silbidos articulados que se suspenden en un trino rápido, la firma sonora de la especie. Cerca, en las ramas de un cedro, otro macho se da por aludido y responde. Y un tercero, sobre una morera aún sin hojas, se incorpora a esta discusión por las lindes.

No todo van a ser armonías y afinaciones. Arriba, desde la copa de un pino, grazna una corneja.

Y abajo, en la valla, parlotea un petirrojo, con su canto líquido y melódico.

El concierto natural es todavía bastante humilde. Faltan aún muchas voces. Pero nos indica que la buena estación viene para quedarse.

Publicado en el audioblog El sonido de la naturaleza

http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/elsonidodelanaturaleza/2015/03/28/canto-general.html