El sonido de los Parques Nacionales
Teide. Octubre, los sonidos del silencio.
Pocos lugares tan silenciosos como las planicies de Las Cañadas, la árida extensión dentro de la caldera volcánica que envuelve al Teide. Más allá del soplo de los vientos que se arrastran por sus laderas, recuerdos de los colosales estampidos del pasado, estos parajes del Teide resuenan como un gran escenario vacío.
Pero en la naturaleza, rebuscando bien siempre sale algo. Por los bosques de pino canario de la llamada Corona Forestal, en las laderas exteriores del volcán, los sonidos se propagan lejos y la sensación es de gran amplitud. Cantan aquí los pinzones azules, que hasta no hace muchos años se llamaban, precisamente, del Teide. Los pinos, forrados con una gruesa corteza para soportar mejor el fuego, crujen y rechinan, parece que juegan a la confusión con los tamborileos de los picos picapinos contra esas mismas cortezas.
Por encima de la orla forestal se entra en los malpaíses del volcán. La montaña del Cedro ilustra perfectamente esa transición: pinos escuálidos en la ladera exterior, la que mira al mar lejano, roca pelada, deshecha, hacia el interior, puro fuego apagado. Y aquí, por los Llanos de Ucanca, poca cosa, el parloteo siempre reconocible de los canarios, el trino rechinante de un bisbita caminero, habitante de esta tierra sin ningún sitio a donde ir, los gritos de los cernícalos vulgares sobre los roques y las voces metálicas, como con resorte, de un alcaudón real encaramado sobre un arbusto reseco.
Y en cada arista de roca, a ras de suelo o envolviendo el gran cono volcánico, el viento interpretando toda la escala posible de los sonidos del silencio.