Una ornitofonía es la voz de un ave. Las aves tienen su canción; cada especie la suya, más o menos definida, variable según las áreas geográficas. Desde las notas simples y espaciadas de, por ejemplo, abejarucos y gorriones, hasta el parloteo enmarañado de verdecillos y chochines; entre otras. Pasando por las repeticiones rítmicas de los carboneros comunes, o las frases melódicas, de notas entrelazadas, de pájaros como el ruiseñor pechiazul, mucho mejor definidas en la melodía nocturna de los auténticos titulares del nombre, los ruiseñores comunes.
Pero si las aves tienen su canción, también tienen su caligrafía. Los sonogramas son, claro está, la representación gráfica de los sonidos. Cada nota, cada frase, aparece como un trazo, una línea recta, un brochazo que dibuja una modulación de frecuencia. Trazos limpios o confusos, según la voz a la que represente. Los trazos de la canción.
Los mirlos ponen la melodía. Los carboneros comunes el ritmo. Los picamaderos negros la percusión. De las gargantas de los primeros salen frases melódicas, notas líquidas y aflautadas, intervalos musicales. Los carboneros repiten rítmicamente sus notas simples. Y al tamborilear, los pájaros carpinteros utilizan los troncos como instrumentos de percusión.
Cada una de estas especies forestales canta y reclama por sus propios motivos. Ninguna pretende que sus sonidos armonicencon los de otros habitantes del bosque. Pero todas sus voces juntas, sin más dirección que el azar, se entremezclan en el aire y forman el concierto del bosque. Un concierto para mirlo y percusión.
Desde el suelo, la maraña de los cantos de las aves forma un concierto, una música natural, armoniosa, pero de significado incierto.
Cambiar el punto de vista ayuda a comprender algo mejor las cosas. A vista de pájaro, desde el aire, el bosque se convierte en un tapiz sobre el que se libra una batalla vocal, incruenta pero con toda determinación. Las aves disputan, a voces, por los límites de sus territorios de cría.
La voz es la frontera. El montaje sonoro es una reconstrucción idealizada, sin base en ningún estudio concreto sobre el uso del territorio, pero que bien puede representar una situación real de convivencia en un bosque. Predominan los trinos potentes, desflecados, de tres pinzones vulgares, cada uno desde su árbol buscando los límites de su canción.
Más abajo, en las marañas del suelo y a la sombra de un pino, canta una curruca capirotada. Y aunque su territorio se solape, no interfiere de ninguna manera con el del pinzón.
La percusión también vale para trazar fronteras. Cuatro picos picapinos delimitan con sus tableteos las cuatro esquinas del bosque.
Y desde el centro de la arboleda emerge un grito agudo, apresurado: nadie le disputa sus dominios al azor.
De vuelta a la tierra la perspectiva cambia y las peleas por el territorio se convierten de nuevo en la suave música de la naturaleza.
Sonorización de un fragmento del relato Un cuento de lobos, de Félix Rodríguez de la Fuente, RNE 1976. Con aullidos de un lobo alfa registrados en el invierno del Páramo, Monte de los Torozos, Valladolid 2002.
Todo tiene su medida. Incluso la fuerza del viento.
La escala de Beaufort se basa en los efectos del viento sobre el paisaje, ya sea en la superficie del mar o en tierra. Y todo paisaje tiene su sonido.
Nadie más interesado que un marino en conocer el estado de la mar. Y fue precisamente un marino, Sir Francis Beaufort, de la Armada Real, quien en 1805 ideó una escala en doce grados que le ayudara a medir las fuerzas contra las que se iba a enfrentar en alta mar.
En realidad la escala de Beaufort no medía la velocidad del viento, sino el aspecto de sus efectos; en el mar primero, en tierra después. Frente a las prosaicas y sin duda más precisas medidas en nudos o kilómetros a la hora, los marinos de entonces preferían guiarse por sus observaciones visuales: los rizos en las olas, su altura, la amplitud del vaivén de las ramas o las columnas de humo ascendiendo en el aire tranquilo. La traducción al español de los grados (ventolina, flojo, bonancible, frescachón, este para referirse a la mar gruesa…) dice mucho del temple de quienes viven acostumbrados a desafiar a los elementos desatados.
En la noche más larga del año. Solsticio de invierno, luna creciente, casi llena.
El bosque en blanco y negro. El anticiclón más intenso y persistente de los últimos años dura ya dos meses y un aire tibio del sur templa una atmósfera que debería ser gélida.
Pero, a pesar del tiempo, ya es invierno. Y en los bosques reina el silencio. Aunque no del todo. Aparte del estridular de los últimos insectos, por el aire inmóvil se propagan los ululatos de un mochuelo boreal y los ladridos de un corzo. En la quietud del momento, la acústica del bosque hace que las voces reverberen, se estiren.
Junto a un regato, oculta entre la vegetación, una cámara automática de fototrampeo nos descubre algunos secretos de la noche. Por allí pasan, a diferentes horas, un jabalí gruñón, un corzo silencioso y una pareja de zorros que ladran, gritan y discuten por algún resto de comida. Uno de ellos, además, parece resfriado: no será por la temperatura. Las imágenes, grabadas con luz infrarroja, invisible, envuelven en una bruma borrosa a los merodeadores de la noche.
Y poco más. Encaramado en una rama y a la espera del mal tiempo, un cárabo le grita a la primera luna del invierno.
Abrenoite, el murciélago, despierta con la caída de la tarde. Un grupo de pipistrelos, de murciélagos enanos, empieza a rebullir bajo las maderas desvencijadas de una casa de campo. Su vuelo es rápido, preciso, seguro. Buscan insectos voladores y la falta de luz no es un problema.
A su paso se escuchan series de pulsos agudos, muy cortos, como pinchazos en el oído. Y es en ellos donde encontramos la clave de su arte para navegar. Estos pulsos son la parte audible de sus ultrasonidos, las señales acústicas de muy alta frecuencia que al chocar contra cualquier obstáculo -una pared, una rama, un insecto volador- rebotan en forma de eco. Es como si un haz de sonidos –de ultrasonidos- iluminara el espacio ante ellos, produciendo en su mente una imagen acústica. Volando entre las sombras del crepúsculo y la noche, los murciélagos, literalmente, ven de oídas.
Por definición, los ultrasonidos son inaudibles. Sólo podemos intentar comprenderlos por medios técnicos, transformándolos a frecuencias a las que seamos sensibles. Un proceso análogo al de esas cámaras capaces de convertir la luz infrarroja y ver en la oscuridad. El resultado es una extraña serie de clicks, de silbidos y señales en frecuencia modulada que a nosotros nada nos dicen, pero que, desde el punto de vista de un murciélago, conforman una geometría acústica.
En este montaje se entrelazan sonidos e imágenes reales con esas transformaciones; las sombras del crepúsculo con la imagen infrarroja; los pulsos agudos con los ultrasonidos convertidos. El mundo de la noche, tal y como lo percibimos nosotros, y en la versión fantasmagórica de los murciélagos.
La luna llena entra en el bosque. Los colores del otoño desaparecen pero las hojas de los árboles se recortan contra el disco blanco. La noche crea paisajes al aguatinta. Esto que sigue es algo así como la banda sonora de un herbario forestal.
Por las acículas de los pinos gritan y ululan los cárabos.
Entre los robles, bajo la luna, brama un ciervo. El vozarrón ronco se estira, la reverberación que mide la profundidad del valle.
En las copas de las hayas hacen acopio los lirones grises. Están saliendo los hayucos, el bosque es un almacén de frutos secos, y por la bóveda forestal rebullen múltiples presencias.
Un zorro ladra debajo de un abedul.
Y un búho real merodea a lo lejos, por la periferia del abetal.
De color amarillo rojizo de día, de noche soporte de una nube de insectos: la hoja de arce.
El viento sacude las hojas de un chopo, un álamo blanco. Por abajo fluye la corriente; por encima, sobre la orilla, gritan las garzas reales.
Tres décadas de grabaciones de campo a través de la evolución de los equipos técnicos. Del Nagra III al Aaton Cantar.
Han pasado treinta años. 7 de octubre de 1985, en los Quintos de Mora, en los Montes de Toledo. A media mañana, en plena temporada de berrea. Empuño por primera vez en mi vida un micrófono, activo el magnetofón y brama un ciervo. Mi primera grabación de campo, mi primera berrea. En ese momento aún no lo sé, pero es también el primer paso de un largo viaje por los sonidos de la naturaleza.
A aquella berrea le han seguido otras muchas, un ritual –como el de los ciervos- de otoño.
En este tiempo la tecnología no ha dejado de evolucionar. Hemos pasado de los pesados magnetofones de cinta a los grabadores digitales de estado sólido, pasando por los cassettes, las primeras cintas digitales, los discos duros.
He aprendido a entender los mensajes de la naturaleza. Los animales se comunican entre ellos mensajes fáciles de entender: el celo, la búsqueda de contacto, miedo, alarma, hambre… Pero para quien se para a escuchar hay otros mensajes más sutiles.
En estas tres décadas, por ejemplo, el ruido se ha expandido por los campos, como un telón de fondo que todo lo tapa. Cada vez más carreteras, maquinaria agrícola, vías aéreas ensucian el paisaje sonoro; los paisajes más limpios suenan más lejos, en lugares más escondidos, a horas más intempestivas.
El elenco también se ha empobrecido con la caída de las poblaciones de algunos de los intérpretes más comunes. La triple nota de la codorniz, por ejemplo, o el arrullo de las tórtolas, ya sólo se escuchan con la mitad de frecuencia que entonces; en los bosques del norte los urogallos se aproximan a la extinción; el parloteo continuo de las alondras es cada vez menos denso en los campos de labor. La subida generalizada de las temperaturas empuja a las aves por las montañas; modifica las fechas de llegada de las aves migrantes. Como síntoma, en algunas zonas el canto reseco de las chicharras sube ladera arriba, por los cada vez menos frescos bosques de montaña.
Pero pese a todo, los ciervos siguen berreando; en unas semanas, las primeras grullas llegarán trompeteando por los puertos del norte, anunciando que el invierno no es una estación tan mala; los patos seguirán chapoteando en las aguas quietas de las lagunas y en los rincones más retirados de la noche, el aullido de los últimos lobos, supervivientes a ultranza, seguirán estremeciendo a los que disfrutamos con la escucha de la naturaleza salvaje.
Publicado en el audioblog El sonido de la naturaleza http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/elsonidodelanaturaleza/2015/10/10/treinta-anos.html el 10 de octubre de 2015.