Abrenoite, el murciélago, despierta con la caída de la tarde. Un grupo de pipistrelos, de murciélagos enanos, empieza a rebullir bajo las maderas desvencijadas de una casa de campo. Su vuelo es rápido, preciso, seguro. Buscan insectos voladores y la falta de luz no es un problema.
A su paso se escuchan series de pulsos agudos, muy cortos, como pinchazos en el oído. Y es en ellos donde encontramos la clave de su arte para navegar. Estos pulsos son la parte audible de sus ultrasonidos, las señales acústicas de muy alta frecuencia que al chocar contra cualquier obstáculo -una pared, una rama, un insecto volador- rebotan en forma de eco. Es como si un haz de sonidos –de ultrasonidos- iluminara el espacio ante ellos, produciendo en su mente una imagen acústica. Volando entre las sombras del crepúsculo y la noche, los murciélagos, literalmente, ven de oídas.
Por definición, los ultrasonidos son inaudibles. Sólo podemos intentar comprenderlos por medios técnicos, transformándolos a frecuencias a las que seamos sensibles. Un proceso análogo al de esas cámaras capaces de convertir la luz infrarroja y ver en la oscuridad. El resultado es una extraña serie de clicks, de silbidos y señales en frecuencia modulada que a nosotros nada nos dicen, pero que, desde el punto de vista de un murciélago, conforman una geometría acústica.
En este montaje se entrelazan sonidos e imágenes reales con esas transformaciones; las sombras del crepúsculo con la imagen infrarroja; los pulsos agudos con los ultrasonidos convertidos. El mundo de la noche, tal y como lo percibimos nosotros, y en la versión fantasmagórica de los murciélagos.