¿Cuál sería la expresión contraria a “llueve sobre mojado”? Podríamos decir que “no llueve sobre secado”, un juego de palabras que describe muy bien lo que, desde hace años, sucede en las marismas del Guadalquivir y todo el entorno de Doñana. La sequedad es ya endémica, la disminución natural de las lluvias está llevando al límite la capacidad de resistencia de un paisaje que, incluso en años de pocas precipitaciones, debería ser más barro que tierra.
No llueve en Doñana, es cierto. O no lo hace lo suficiente. Pero la sequedad previa no es solo consecuencia de la falta de lluvias. Al margen de algún lugar privilegiado, como el arroyo de La Rocina que desemboca en La Madre de las Marismas, la sobreexplotación del agua, los bombeos, legales, ilegales y en lista de espera, están transformando tanto el entorno que se seca hasta lo que siempre estuvo mojado. Uno de los aportes principales, el caño del Guadiamar, es hoy un cauce cuarteado, polvoriento. La marisma entera es un secarral infinito. Tan solo algunos lucios, como el de Cerrado Garrido, sobreviven con agua bombeada directamente del acuífero subterráneo. La conservación de Doñana requiere medidas de emergencia, como esta, que consisten en agudizar un poco más el problema para mantener a este espacio con vida.
Todo lo que se ve y suena está cargado de simbolismo. Tiempo atrás, en años de lluvias, las llanuras marismeñas eran un guirigay de gansos, patos, grullas, garzas, limícolas y anfibios. Hoy día predominan el silencio y el viento, pespunteados por los cantos de las aves esteparias.
En los cañaverales solo crepitan los tallos resecos de la vegetación. Un observatorio destartalado sobre un cauce muestra hileras de aves acuáticas sobre el terreno polvoriento. En el horizonte el aire reverbera y difumina los perfiles del ganado que rebusca por la tierra baldía.
Pero sí hay agua, y su exhibición es ofensivamente notoria. Detrás de las mallas metálicas y las alambradas de espino, bajo la mirada de las cámaras de vigilancia, las bombas extraen agua del subsuelo y rellenan las inmensas balsas de riego. Por todas partes el ruido de los motores se confunde con el de los aspersores que, a plena luz del día y pese al estado de emergencia por sequía, siguen haciendo llover en unos campos a costa de negar a otros su derecho a la vida.
Estas imágenes y sus sonidos fueron grabadas a finales de febrero, durante uno de los inviernos más secos que se recuerdan. Lloverá, si es que no la hecho ya, y el barro volverá. Pero ha quedado claro que, en caso de necesidad, las prioridades en el reparto del agua están decididas.
(Publicado en la sección Cuando el agua suena, El Ágora Diario del agua).
Pese a la nevada intensa y el frío extremo, la actividad en el bosque no se detiene, concentrada en los pocos sitios donde es posible encontrar comida. En torno a un comedero, una caseta de madera que ofrece un precario refugio, los pájaros forestales se arremolinan, hambrientos. Donde hay necesidad siempre hay gresca.
El sonido es cercano, cerrado, como si escucháramos a través de una lupa. Es, por decir, una realidad sonora aumentada. Predominan los zumbidos de los aleteos, las enérgicas sacudidas que arrancan y detienen las trayectorias de los pájaros. Y constantemente se oyen los reclamos, más o menos amables, de jilgueros, verdes, carboneros y herrerillos comunes y los gordos pinzones vulgares. Parece que alborotan demasiado y alguna señal pone en guardia a la comunidad del bosque: un pico picapinos lanza un grito de alarma, un mirlo parlotea con voz destemplada. Mientras, los comensales, que tiran más comida de la que pueden tragar, bajan al suelo nevado donde, oscuros contra el fondo blanco, son presa fácil.
La alarma del bosque tenía un motivo. Fugazmente, casi sin tiempo para verlo venir, un gavilán cruza el claro y se abalanza sobre la nieve. El gavilán domina la persecución en vuelo, la caza en el suelo no es su técnica, y el instante que necesita para picar proporciona a los comensales el tiempo justo para escapar.
La luz ensanchaba y el perdigón llenaba el campo con su cántico ardiente
y persuasivo. De la parte del monte sonó una respuesta remota.
-¿Oye? El campo ya contesta.
Miguel Delibes, El Hereje
Las voces de la naturaleza resuenan en la obra de Miguel Delibes. El sonido por escrito es un recurso frecuente, para describir la acción -los cantos de las aves, las campanas y demás elementos del campo-, pero también como base para crear la tensión narrativa. Así, en ocasiones nos describe pormenorizadamente el vocabulario de las aves –las perdices que ajean, corechean y cuchichían expresivamente, según el momento-. Pero en otras páginas los sonidos son el auténtico telón de fondo contra el que se desarrolla la trama narrativa. Como la ominosa estridencia de los grillos, por ejemplo, que acuchillan el silencio y destrozan los nervios de los personajes de Las Ratas:
El canto de los grillos se hacía en la cuenca un verdadero clamor. Era como un alarido múltiple y obstinado que imprimía a los sembrados, al leve cauce del arroyo, a las míseras barracas de barro y paja, a los hoscos tesos que festoneaban el horizonte, una suerte de nerviosa vibración que se ensanchaba en ondas crecientes, como una marea, en los crepúsculos, para amainar en las horas centrales del día o de la noche.
El estruendo de un nublado, calificado de wagneriano, rellena todo el relato de una jornada en el río, mientras el autor intenta, en vano, pescar unas que truchas no están por la labor:
En las alturas hace rato que se está cociendo un nublado. Ahora sí. El nubazo viene por derecho, entre dos crestas góticas, y yo me apresuro a calzarme el chubasquero. Los relámpagos son vivísimos y los truenos, casi sin transición -la nube está encima- explosiones dislocadas, como tableteos de ametralladora a todo volumen (…). En torno, una sucesión ininterrumpida de exhalaciones vivísimas, rayos y centellas, con un fondo horrísono de truenos astillados, como si el anfiteatro de farallones que me rodea se derrumbara de pronto.
El que, quizá, sea su personaje literario más conocido, el Azarías de Los santos inocentes, habla con mimo a su Milana, la primera, el gran búho real. Y como se debe hacer cuando se habla con búho, un animal que ve de oídas, el rústico Azarías le describe el monte en términos sonoros:
…y escuchaba los sonidos de la sierra, el ladrido áspero y triste de la zorra en celo o el bramido de los venados del Coto de Santa Angela, apareándose también, y, de cuando en cuando , le decía,
la zorra anda alta, milana, ¿oyes?
A veces, en cambio, Delibes escribe sutiles descripciones impresionistas en las que las palabras convierten un paisaje literario en imágenes sonoras y estas, a su vez, crean transparencias:
La Castilla hiberniza, árida y desolada, se dulcifica con la lluvia. Se diría que el agua la lava, la peina, pule sus aristas, la matiza para convertirla en un inmenso tapiz ondulado de diferentes tonalidades de ocre (…). La transparencia del aire es de una pureza irreal y el ambiente tan quedo, que los pequeños ruidos de la llanura (el ladrido de un perro, el graznido de un cuervo) se transmiten desde lugares remotos, sorprenden por su calidez inmediata.
El Señor Antiloquio
Para ilustrar estos relatos naturalistas donde “el agua suena”, he elegido algunos fragmentos de un texto poco conocido en el que Miguel Delibes charla con el Señor Antiloquio, un barquero de la laguna del Taray, en el corazón de la entonces llamada Mancha Húmeda, para quien “ni el río ni la laguna tienen secretos”. Un amanecer de aquellos años felices en los que por estas tierras anegadizas se desparramaba el agua. El paseo tiene lugar en marzo, cuando “aún no se ha quebrado el letargo invernal, y bajo las estrellas friolentas, reflejadas en el agua”, ambos charlan sobre las aves acuáticas, sus voces y costumbres: “el tímido squic de la focha o el graznido ronco del porrón común”, el estentóreo “-¡Gaa-onc!¡Gag-gag! de los gansos–“¡qué han de ser!”-o el “tiu-bobó del archibebe”.
Navega la barca, “de quilla buida y fondo plano”, se desliza en silencio sobre las tablas, la proa, al abrir su camino, produce un leve chapoteo sedante. Lo mismo que las gotas escurren de la pértiga cada vez que el señor Antiloquio la saca del agua. El silencio de la hora previa al alba es profundo, “tímidamente punteado de cuando en cuando por las fochas impacientes”. A veces, al doblar una masa de carrizos la barca asoma la proa y “aboca a un lucio, dilatado como la mar. Se oye el revuelo de una punta de aves que se ponen en movimiento”.
Para Delibes pasear en barca entre islotes de carrizos y espadañas, es agarrar la paz con la mano, pese a que “el despertar de la laguna tiene algo del despertar del patio de vecindad. Aun así, a ratos sucede un gran silencio, durante el cual el rabudo silba, el porrón grazna, la garza trompetea, la gaviota ríe, el avetoro muge, el archibebe modula, de tal modo que la laguna se transforma en una inmensa sala de conciertos”. Para Delibes, el silencio no es la ausencia de sonido, sino el sosiego.
Con esta selección de momentos en la laguna se ha construido un relato sonoro, algo así como un paisaje sonoro en el que las aves, la barca y el agua suenan al dictado del texto. La selección de fragmentos es intencionada: la jornada lo fue de caza de aves acuáticas. Y aunque a mí me habría gustado que ese día -y otros muchos- los disparos no hubieran rasgado la paz de la mañana, creo que merece la pena escuchar cómo la literatura, como el agua, también suena.
Con textos de los libros Mis amigas las truchas, Las ratas, Los santos inocentes, El hereje, El último coto y La naturaleza amenazada, todos ellos de Ediciones Destino.
El paisaje sonoro cambia a lo largo del año. Las aguas dulces tienen su calendario.
Enero. Silencio en la alta noche en la marisma inundada, roto por los graznidos desgarrados de unos pocos gansos solitarios.
Febrero. Desde el corazón de un carrizal, rodeado por millones de cañas, bufa un avetoro.
Marzo. Con las intensas lluvias el campo se encharca, y algunos anfibios -ranitas de San Antón, sobre todo- lo agradecen cantando a coro.
Abril. Deshielo en la montaña, el agua escurre por todas partes. Y por todas partes, pero contra el cielo, restallan las chovas.
Mayo. El ruiseñor y la fuente. Con los autillos al fondo, marcando el paso del tiempo.
Junio. Días de bonanza. Un regato riega los pastizales de alta montaña y a su frescor acuden saltamontes, marmotas y vacas.
Julio. El calor seca los campos y las últimas charcas sirven de bebederos de emergencia para gangas y de refugio para algunas ranas.
Agosto. Paisajes sin agua, estridencias resecas.
Septiembre. Las primeras tormentas traen las primeras lluvias, las primeras hierbas. Y con ellas llegan los primeros bramidos de la berrea.
Octubre. Hacia el final del mes llegan las grullas, un griterío alegre que busca una orilla encharcada -la ribera de un río, un embalse- para pasar la noche con las patas metidas en el agua.
Noviembre. Si ha llovido bien, las lagunas rebosan de agua y las aves acuáticas, anátidas y fochas, estallan de alegría.
Diciembre. Nieva por segunda vez en el bosque. Primero fueron los copos acumulados en las copas. Después, las sutiles avalanchas de nieve que caen con estrépito y retumban en el suelo.
Instalación audiovisual sobre los paisajes sonoros creados por el viento. Palacio de Quintanar, Segovia, de diciembre de 2020 a febrero de 2021.
Un recorrido sonoro
El viento hace sonar al silencio. A su paso el paisaje sonoro se transforma.
Los sonidos del bosque: el viento y la madera
El paisaje sonoro del bosque definido por los sonidos de la madera. Una suave brisa mece los troncos, de los que escapan crujidos y gemidos. A la vez, los pájaros carpinteros tamborilean contra los troncos desde las cuatro esquinas del bosque.
Viento mineral: sobre el eco y la forma
Su soplo describe un mundo inerte y mineral, arranca todas las notas de la escala a las diferentes aristas y superficies de la roca. En el paisaje vertical una chova restalla, y su voz rebota un instante después en las paredes de enfrente. Pero si hay un sonido que trace las formas de un lugar, la forma de la roca, es el trueno: estalla una tormenta y cada estampido rueda y rebota por las anfractuosidades del terreno.
Resonancias. El viento encerrado
Un ruido sordo surge de todas partes y de ninguna en particular. Parece emerger del fondo de la tierra. En realidad no es el viento, sino el estremecimiento de los muros de piedra de la torre de la catedral de Segovia, sacudida por el viento. Fuera, lejos, tañen las campanas de la ciudad, arremolinadas como un rebaño en torno a la llamada de la gran campana del reloj, que, como el trueno después del rayo, se estira y reverbera durante un largo tiempo.
A todos los vientos
Todo lo que suena llega a impulsos de las rachas de viento desabrido que corre, sin freno, por la llanura. Desde los cuatro puntos cardinales llegan las voces lejanas de la meseta, como desflecadas, perdidas sus aristas. Anochece y una bandada de grullas se apoya en el vendaval, sobrevuela el escenario y se pierde hacia el horizonte. A su paso, en la estela de silencio, aúlla el lobo alfa y las voces de la manada viajan, moduladas en el viento, hacia los límites de su territorio de caza.
Contra el viento oceánico
El viento, su ausencia, en fin, se hace notar cuando ya no suena, con la atmósfera quieta pero el mundo aún agitado: después de la tempestad, las olas, el mar de fondo, miden, a compás, el paso del tiempo. En una bahía, ni mar ni tierra, solo barro y las voces líquidas de las aves acuáticas destacan en la distancia.