Las voces de la naturaleza en una obra literaria
La luz ensanchaba y el perdigón llenaba el campo con su cántico ardiente
y persuasivo. De la parte del monte sonó una respuesta remota.
-¿Oye? El campo ya contesta.
Miguel Delibes, El Hereje
Las voces de la naturaleza resuenan en la obra de Miguel Delibes. El sonido por escrito es un recurso frecuente, para describir la acción -los cantos de las aves, las campanas y demás elementos del campo-, pero también como base para crear la tensión narrativa. Así, en ocasiones nos describe pormenorizadamente el vocabulario de las aves –las perdices que ajean, corechean y cuchichían expresivamente, según el momento-. Pero en otras páginas los sonidos son el auténtico telón de fondo contra el que se desarrolla la trama narrativa. Como la ominosa estridencia de los grillos, por ejemplo, que acuchillan el silencio y destrozan los nervios de los personajes de Las Ratas:
El canto de los grillos se hacía en la cuenca un verdadero clamor. Era como un alarido múltiple y obstinado que imprimía a los sembrados, al leve cauce del arroyo, a las míseras barracas de barro y paja, a los hoscos tesos que festoneaban el horizonte, una suerte de nerviosa vibración que se ensanchaba en ondas crecientes, como una marea, en los crepúsculos, para amainar en las horas centrales del día o de la noche.
El estruendo de un nublado, calificado de wagneriano, rellena todo el relato de una jornada en el río, mientras el autor intenta, en vano, pescar unas que truchas no están por la labor:
En las alturas hace rato que se está cociendo un nublado. Ahora sí. El nubazo viene por derecho, entre dos crestas góticas, y yo me apresuro a calzarme el chubasquero. Los relámpagos son vivísimos y los truenos, casi sin transición -la nube está encima- explosiones dislocadas, como tableteos de ametralladora a todo volumen (…). En torno, una sucesión ininterrumpida de exhalaciones vivísimas, rayos y centellas, con un fondo horrísono de truenos astillados, como si el anfiteatro de farallones que me rodea se derrumbara de pronto.
El que, quizá, sea su personaje literario más conocido, el Azarías de Los santos inocentes, habla con mimo a su Milana, la primera, el gran búho real. Y como se debe hacer cuando se habla con búho, un animal que ve de oídas, el rústico Azarías le describe el monte en términos sonoros:
…y escuchaba los sonidos de la sierra, el ladrido áspero y triste de la zorra en celo o el bramido de los venados del Coto de Santa Angela, apareándose también, y, de cuando en cuando , le decía,
la zorra anda alta, milana, ¿oyes?
A veces, en cambio, Delibes escribe sutiles descripciones impresionistas en las que las palabras convierten un paisaje literario en imágenes sonoras y estas, a su vez, crean transparencias:
La Castilla hiberniza, árida y desolada, se dulcifica con la lluvia. Se diría que el agua la lava, la peina, pule sus aristas, la matiza para convertirla en un inmenso tapiz ondulado de diferentes tonalidades de ocre (…). La transparencia del aire es de una pureza irreal y el ambiente tan quedo, que los pequeños ruidos de la llanura (el ladrido de un perro, el graznido de un cuervo) se transmiten desde lugares remotos, sorprenden por su calidez inmediata.
El Señor Antiloquio
Para ilustrar estos relatos naturalistas donde “el agua suena”, he elegido algunos fragmentos de un texto poco conocido en el que Miguel Delibes charla con el Señor Antiloquio, un barquero de la laguna del Taray, en el corazón de la entonces llamada Mancha Húmeda, para quien “ni el río ni la laguna tienen secretos”. Un amanecer de aquellos años felices en los que por estas tierras anegadizas se desparramaba el agua. El paseo tiene lugar en marzo, cuando “aún no se ha quebrado el letargo invernal, y bajo las estrellas friolentas, reflejadas en el agua”, ambos charlan sobre las aves acuáticas, sus voces y costumbres: “el tímido squic de la focha o el graznido ronco del porrón común”, el estentóreo “-¡Gaa-onc!¡Gag-gag! de los gansos–“¡qué han de ser!”-o el “tiu-bobó del archibebe”.
Navega la barca, “de quilla buida y fondo plano”, se desliza en silencio sobre las tablas, la proa, al abrir su camino, produce un leve chapoteo sedante. Lo mismo que las gotas escurren de la pértiga cada vez que el señor Antiloquio la saca del agua. El silencio de la hora previa al alba es profundo, “tímidamente punteado de cuando en cuando por las fochas impacientes”. A veces, al doblar una masa de carrizos la barca asoma la proa y “aboca a un lucio, dilatado como la mar. Se oye el revuelo de una punta de aves que se ponen en movimiento”.
Para Delibes pasear en barca entre islotes de carrizos y espadañas, es agarrar la paz con la mano, pese a que “el despertar de la laguna tiene algo del despertar del patio de vecindad. Aun así, a ratos sucede un gran silencio, durante el cual el rabudo silba, el porrón grazna, la garza trompetea, la gaviota ríe, el avetoro muge, el archibebe modula, de tal modo que la laguna se transforma en una inmensa sala de conciertos”. Para Delibes, el silencio no es la ausencia de sonido, sino el sosiego.
Con esta selección de momentos en la laguna se ha construido un relato sonoro, algo así como un paisaje sonoro en el que las aves, la barca y el agua suenan al dictado del texto. La selección de fragmentos es intencionada: la jornada lo fue de caza de aves acuáticas. Y aunque a mí me habría gustado que ese día -y otros muchos- los disparos no hubieran rasgado la paz de la mañana, creo que merece la pena escuchar cómo la literatura, como el agua, también suena.
Con textos de los libros Mis amigas las truchas, Las ratas, Los santos inocentes, El hereje, El último coto y La naturaleza amenazada, todos ellos de Ediciones Destino.