A vuelapluma

Escrito con letras cogidas del aire

Grajo: palabrota con alas

Ramón Gómez de la Serna, Greguerías

 

Con toda probabilidad, lakalaka es la primera alusión al paisaje sonoro de la historia. El término aparece escrito en una tablilla de barro de época sumeria, con cuatro mil años de antigüedad, y se refiere a un ave grande que habitaba en edificios urbanos. La lakalaka es la cigüeña y el nombre es una onomatopeya, la transcripción del sonido del crotorar, el castañeteo que hacen estas aves con el pico en la ceremonia de salutación del nido.

Desde entonces el sonido está muy presente en los nombres vernáculos de las aves. Un texto con la relación de las especies que cantan, silban y gorjean en un lugar es como un dictado, una transcripción de la componente sonora del paisaje. El concierto natural está escrito en el aire.

Por ejemplo. En casi cualquier arboleda, al amanecer de primavera, los primeros compases suelen venir de la totovía, un pájaro que en las dos últimas sílabas lleva escritas las notas finales de su secuencia de canto. También con las primeras luces los cucos pronuncian su nombre desde todas las esquinas del bosque, mientras las palomas zuritas zurean, las tórtolas emiten su arrullo -tur tur- y los zorzales charlos dejan oír su reclamo, un chirrido líquido. Los pinzones lanzan sus silbidos –pin pin- fuertes y agudos. Y una multitud de páridos ocupa con sus voces el fondo sonoro del bosque: los términos chichipán, chapín, machachín, cuchinchín y pichichí, entre otros muchos vernáculos diseminados por toda España, pronunciados con el ritmo y la entonación adecuadas, son transcripción casi perfecta del canto de los carboneros comunes. Al tiempo, la llamada bi y trisilábica de las abubillas –bu bu bu-, en frases rápidas y repetidas hasta el aburrimiento, colorean el más literario de los paisajes.

Bisbisean los bisbitas, ganguean las gangas. Las bandadas de sisones vuelan envueltas en el siseo agudo que emiten las puntas de las alas al batir. El críalo, pariente cercano del cuco, grita y parece mandar un recado -“críalo, críalo”- a las aves parasitadas encargadas de sacar adelante a sus pollos.

Pero si hay un grupo que lleve la voz escrita en el nombre es el de los córvidos. Pronúnciense las palabras cuervo, graja, corneja, arrendajo, urraca y chova haciendo rodar las erres, arrastrando las jotas desde lo más alto del paladar, y se tendrá un desgarrado catálogo de los graznidos, quejidos, crujidos y crocitares de estas aves.

Al caer la tarde se produce el cambio de guardia, y el concierto cambia también de tonalidad. Grillan los grillos y de las espesuras salen unos silbidos agudos encadenados con un breve ronquido: reclama la silbarronca, el otro nombre del ruiseñor. La pagañera, que es como también se conoce al chotacabras pardo, deja oír su matraqueo repetitivo –pagá, pagá– mientras vuela en círculos sobre los claros del bosque. Silban los gatillos de monte, los autillos –aut aut– y maúllan los bien llamados gatomochuelos.

Pasará el verano y llegarán los fríos del otoño. Y con ellos las grullas gruirán, ganguearán los gansos y silbarán los ánades silbones. Reirán las gaviotas reidoras, mugirán los avetoros, trinarán los zarapitos trinadores y los archibebes –chí vi ví, o tiu bo bó, según se oiga-. Hasta que cualquier noche, allá por diciembre, en lo más oscuro del año, una nota larga y profunda se escuche, como suspendida entre dos paredones rocoso: los búhos reales lanzan la primera sílaba de su nombre.

Publicado en el número de la revista Leer de febrero de 2017, dedicado a la literatura de la naturaleza.

Un calendario lunar

Doce lunas, doce páginas del calendario sonoro de la naturaleza.

La luna de enero es la del búho real y la garza.

La de febrero es del búho chico, el zorro y el sapo corredor.

La de marzo es la del alcaraván en el suelo y el mochuelo en su olivo.

Durante la luna de abril llega el tiempo del urogallo, del corzo y  de la becada.

Bajo la de mayo canta el ruiseñor.

Plenilinio en junio, con el paíño en su roca y  la pardela cenicienta sobre el mar.

En julio le silba  a la luna el autillo; junto a él matraquea el chotacabras pardo.

En la de agosto gruñe el calamón, se ríe el zampullín y no calla ni una sola rana.

La luna de septiembre es la de la berrea y el sapo partero.

En octubre, la luz fría ilumina la ronca del gamo y el viaje otoñal del cárabo.

En las noches de noviembre chapotean en sus reflejos el avefría y las grullas viajeras.

La de diciembre es la luna del lobo.

La berrea de los ciervos

Llega el otoño, ha caído algo de agua, las noches refrescan y el celo no puede esperar. La berrea de los ciervos se manifiesta con toda rotundidad contra el fondo negro de la noche, cuando la vista no sirve y el oído lo cuenta todo. Los bramidos de los venados, muy fuertes ahora que están empezando, retumban en la oscuridad. El sonido reverbera contra las rocas, contra las laderas pendientes de una vaguada.

La tensión sube. Un ejemplar, con la voz bronca de un gigante -posiblemente un macho con ancestros centroeuropeos, de una raza mayor que la ibérica-, rompe las hostilidades, y ahora son los testarazos, los choques de cuerna contra cuerna, los sonidos que restallan contra las rocas.

El otoño acaba de empezar. La berrea lo confirma.

 

Solsticio de verano

El día más largo del año madruga  y se deja oír por encima de las últimas sombras. A las seis de la mañana las aves forestales empiezan a cantar.

Antes, ya con luz, un cárabo deja atrás la noche y da paso a los primeros cantores del día que aún está por venir. Con un chisporroteo, reclama un petirrojo, y enlaza con su parloteo deslavazado. Con voz ronca despiertan las cornejas: ¿quién no tiene la voz áspera al alba?

El parloteo enrevesado de una curruca mosquitera, oculta entre unos arbustos, se entrelaza con el trino limpio de un pinzón vulgar, encaramado a la copa de un pino.

A las siete ya es de día, por el este asoma el sol y el bosque se llena de luces, o lo que es lo mismo, de sonidos. Canta un zorzal charlo y jirrían los primeros vencejos mientras describen círculos en el aire. Lejos, relincha un pito real; desde las cuatro esquinas del bosque tamborilean los pájaros carpinteros.

Todo se acelera y pronto se forma un barullo. El paisaje sonoro es una confusión de voces de la que sobresalen unos silbidos melódicos, potentes, bien articulados. Amanece al fin y canta un zorzal común.

Ornitofonías

Una ornitofonía es la voz de un ave. Las aves tienen su canción; cada especie la suya, más o menos definida, variable según las áreas geográficas. Desde las notas simples y espaciadas de, por ejemplo, abejarucos y gorriones, hasta el parloteo enmarañado de verdecillos y chochines; entre otras. Pasando por las repeticiones rítmicas de los carboneros comunes, o las frases melódicas, de notas entrelazadas, de pájaros como el ruiseñor pechiazul, mucho mejor definidas en la melodía nocturna de los auténticos titulares del nombre, los ruiseñores comunes.

Pero si las aves tienen su canción, también tienen su caligrafía. Los sonogramas son, claro está, la representación gráfica de los sonidos. Cada nota, cada frase, aparece como un trazo, una línea recta, un brochazo que dibuja una modulación de frecuencia. Trazos limpios o confusos, según la voz a la que represente. Los trazos de la canción.