No hay un espacio natural con una acústica parecida a la de las laurisilvas de Garajonay. Estos bosques brumosos, de atmósfera quieta, bajo porte y un alto grado de humedad, parecen diseñados para conseguir las mejores condiciones de propagación sonora. La variedad de especies de aves no es muy alta, algo común a todo el archipiélago canario. Pero lo que la naturaleza no pone en variedad, el bosque lo añade en matices. La laurisilva es el mundo de los mirlos. Y aquí, activos a todas horas, y todos los meses del año, parece que cantan mejor que en ningún otro sitio.
Hay otras voces más ásperas. Volando por encima del dosel arbóreo graznan los cuervos. Y posadas en las copas, arrullan las palomas de la laurisilva, la rabiche y la turqué. Voces modestas, roncas, casi inaudibles, con sabor a madera, pero que delatan la presencia de dos de los más valiosos endemismos animales de las Canarias.
Poco a poco empieza a oscurecer y los sonidos del día desaparecen con el avance de la noche. Desde el agua de un pilón, a lo lejos, un grupo de ranitas meridionales empieza a croar. En ese momento oímos unos chillidos agudos y unas notas lúgubres, lejanas: empieza la jornada para una familia de búhos chicos.
Y cuando cierra la noche, en un claro abierto en la arboleda, se aproxima una becada. Viene volando alta, muy rápida. Emite primero un breve ronroneo, seguido de un silbido metálico, muy agudo. Y, al fin, callan los mirlos.