Los Parques Nacionales

‘El sonido de los Parques Nacionales’ es una serie de reportajes sonoros, un recorrido de 12 meses por los 15 espacios naturales más emblemáticos de España, cada uno en su mejor momento.

Publicado inicialmente, mes a mes, en la sección de ciencia del diario elmundo.es.

 

Garajonay. Marzo, el bosque de los mirlos.

No hay un espacio natural con una acústica parecida a la de las laurisilvas de Garajonay. Estos bosques brumosos, de atmósfera quieta, bajo porte y un alto grado de humedad, parecen diseñados para conseguir las mejores condiciones de propagación sonora. La variedad de especies de aves no es muy alta, algo común a todo el archipiélago canario. Pero lo que la naturaleza no pone en variedad, el bosque lo añade en matices. La laurisilva es el mundo de los mirlos. Y aquí, activos a todas horas, y todos los meses del año, parece que cantan mejor que en ningún otro sitio.

Hay otras voces más ásperas. Volando por encima del dosel arbóreo graznan los cuervos. Y posadas en las copas, arrullan las palomas de la laurisilva, la rabiche y la turqué. Voces modestas, roncas, casi inaudibles, con sabor a madera, pero que delatan la presencia de dos de los más valiosos endemismos animales de las Canarias.

Poco a poco empieza a oscurecer y los sonidos del día desaparecen con el avance de la noche. Desde el agua de un pilón, a lo lejos, un grupo de ranitas meridionales empieza a croar. En ese momento oímos unos chillidos agudos y unas notas lúgubres, lejanas: empieza la jornada para una familia de búhos chicos.

Y cuando cierra la noche, en un claro abierto en la arboleda, se aproxima una becada. Viene volando alta, muy rápida. Emite primero un breve ronroneo, seguido de un silbido metálico, muy agudo. Y, al fin, callan los mirlos.

Monfragüe. Febrero, indicios de primavera.

Sierras escarpadas; cortados abiertos como cuchilladas en las crestas rocosas, donde anidan los buitres leonados; laderas intransitables habitadas por el buitre negro. El monte agreste.

Dehesas amables, arboledas abiertas por las que se escucha la triple nota de la abubilla y en las que pasta el ganado. El paisaje humanizado.

Las dos caras de Monfragüe.

Voces ásperas de las currucas, cabecinegras, rabilargas y mirlonas, resecas como la vegetación en la que se esconden. Voces más líquidas de zorzales y mirlos en las umbrías de los bosques. Voces burlonas, imitaciones de unas y otros, por parte de los alcaudones comunes.

Por cualquier sitio, ciñendo el viento sobre cualquier cresta, los buitres leonados  dejan atrás, como una estela, el zumbido de sus alas, una nave a vela de casi dos metros de envergadura. Cuando no vuelan, ociosos, posados en grupos, entretienen el tiempo en discusiones a base de graznidos desgarrados por utilizar alguna de las infinitas repisas que la roca les ofrece.

Con la caída de la tarde, hacia la noche, el paisaje sonoro de Monfragüe se llena de ecos. En las portillas, gigantescas escotaduras abiertas en las rocas, se escuchan las fantasmagorías de los búhos reales, y las paredes devuelven, amplificadas, sus llamadas.

 

Islas Atlánticas de Galicia. Febrero, llamada larga.

No se puede esperar ni un minuto de silencio en las islas Cíes, uno de los archipiélagos que integran el Parque Nacional de las Islas Atlánticas de Galicia. Aunque, a veces, el mar atraviese por momentos de calma, nunca habrá paz en las colonias de gaviotas patiamarillas diseminadas por todas las islas, entre las que la vida en comunidad da lugar a incontables pendencias. Todo el griterío de una bandada de estas aves, los chillidos y gruñidos estridentes, son advertencias, señales más o menos imperativas de desafío o de demarcación de un mínimo espacio vital.

La llamada larga, esa letanía destemplada que, escuchada en la distancia, es la quintaesencia del paisaje sonoro marítimo, no es más que un desafío, el grito de protesta de la gaviota que no quiere a ningún congénere demasiado cerca, dentro del radio de acción de su pico. La llamada larga de las gaviotas es el leit motiv de las costas atlánticas.

Pero, pese a todo, hay más voces en las Cíes. Los silbidos de los correlimos, ostreros y vuelvepiedras sobre el regolfar del agua en las rocas mareales, los carraspeos de las currucas cabecinegras en los matorrales, los gritos, letanías también, de los halcones peregrinos en los acantilados, baharíes que crían frente al mar. Y con buen oído –con buenos auriculares-, hasta se pueden escuchar los chasquidos de la vegetación, de los tojos recalentados por el sol.

Y el mar, las olas rompiendo contra la costa, el bramido de la marea que todo lo envuelve. Siempre coronado por los gritos y llamadas largas de las gaviotas.

 

Caldera de Taburiente. Enero, al borde del abismo.

Se dice que la caldera volcánica de Taburiente, en La Palma, es uno de los agujeros excavados más grandes del planeta. Las pendientes son de vértigo, el terreno se desmenuza solo con pisarlo y cae hacia el interior del gran hoyo. Los pináculos de roca volcánica no ofrecen ninguna confianza. Tan rápida es la erosión, tan frecuentes los derrumbes, que muchos accidentes geográficos -valga el símil-, carecen de nombre.

La verticalidad de las paredes compite con la de los troncos de los pinos canarios que, malamente, arraigan en suelos descarnados. El agua, abundante en la isla, apenas se oye, ya que corre oculta en galerías horadadas en la roca. Solo cuando se produce alguna rotura, o cuando llega al fondo del hoyo por barrancos como el bien llamado de Las Angustias, su sonido se hace presente. Por su parte, la niebla, la primera forma del agua en estas montañas, suena a su manera, filtrando, matizando los sonidos del viento contra las acículas de los pinos y las voces de las pocas aves que se dejan oír: los maullidos de algún ratonero, las notas rítmicas de los mosquiteros canarios -¡chif-chaf, chif-chaf…!- repetidas incansablemente, el parloteo de los canarios, los reclamos agudos de los herrerillos, de la variedad endémica de la isla, el siseo de los reyezuelos sencillos y, como elemento musical, la voz tímbrica y bien afinada de los mirlos. Y por encima de ellos, asomados a las crestas y degolladas, que es como gráficamente se llama a las cortaduras que asoman al vacío, los graznidos roncos de las chovas piquirrojas y de los omnipresentes cuervos: voces negras para una tierra quemada.

 

Timanfaya. Diciembre: fuego, aire y roca.

El dia primero de septiembre del año inmediato pasado rebento en la isla de Lanzarote un bolcan tan prodigioso en el bomito de fuego, piedras, y arena, y en su durazion, que hasta oy permanece destruyéndola. Ha sido tanto el fuego y tan elevado que se ha visto continuamente desde esta, y las demás yslas en parajes de distancia según se regula de cinquenta leguas; tantas las piedras y de tal magnitud, que sobre haber formado muchas elevadas montañas al tiempo salir, y aquebrarse en el ayre, se ha oydo, y hecho temblar su estruendo por muchos repetidos días los edificios, puertas y ventanas y aun los montes en esta y otras yslas.

Canaria y abril de 1731 (sic).

 

Así narra la crónica oficial la erupción de Timanfaya vista y oída desde  Gran Canaria. Desde entonces, y aunque la tierra haya vuelto a abrirse y temblar en alguna que otra ocasión, los estampidos de aquellas erupciones se han apagado. No así sus ecos, fácilmente imaginables en los muchos sonidos del viento, que toma todas las formas imaginables al rozar, casi siempre con fuerza, sobre las aristas de roca con todos los perfiles posibles.

Las llamadas de las aves son raras en Timanfaya.  La fauna escasea, incapaz de sobrevivir en los malpaíses y campos de lava estériles.  Además, en consonancia con el paisaje, los pocos habitantes tienen voces ásperas, resecas, con aristas. Así, los reclamos de las escasísimas currucas tomilleras, los silbidos dobles de los bisbitas camineros, que arrastran su nombre pese a la ausencia de senderos en el laberinto de lava, algunos cacareos de las perdices morunas, los reclamos nasales, casi como de juguete mecánico, de los camachuelos trompeteros y, sobre todo, el crocitar áspero de los cuervos.

De los cuatro elementos clásicos, el fuego –apagado-, la tierra, el aire y el agua, solo este último está ausente, muy lejano, tomando la forma de unas letanías de gaviota como deshilachadas por el viento y la distancia.

Sierra Nevada. Noviembre: verde, amarillo, rojo y blanco.

Monte verde, alamedas amarillas, arces rojos, montañas blancas. Ya ha nevado en las cumbres y el otoño se arrastra desde el fondo de los valles en Sierra Nevada. Y, paradójicamente, a medida que el paisaje visual gana en colores, el fondo sonoro se apaga.

Nunca el silencio, ya que por cada vaguada, por cada barranco, bajan las aguas blancas de la sierra. Pero contra ese telón de fondo ruidoso pocas voces destacan. En el valle alto del Genil, con la pirámide del Pico de la Alcazaba siempre al fondo, serpentea la Vereda de la Estrella. A su paso reclaman algunos pájaros forestales, poca cosa: chisporroteos de petirrojos, carboneros regañantes, algún chochín, siempre dispuesto a entonar su canto acelerado, incluso ahora, tan lejos de la época de cría. Y a lo lejos, las voces desgarradas de los córvidos: los graznidos dobles de las cornejas, los gritos ásperos de las bandadas de arrendajos.

Hace mucho que no se caza por aquí y los animales salvajes, agradecidos, vuelven a confiar en nosotros. Es fácil oír de cerca los gruñidos de los jabalíes que bajan a las vegas del río, a hozar en los suelos frescos.  Y los silbidos y testarazos de las cabras montesas, amplificados, multiplicados por la acústica de los barrancos. Abundantes, confiadas y pendencieras, las cabras están en celo y andan haciendo equilibrios por los despeñaderos, después de las primeras nevadas, antes de que se cierre el invierno.

Y no mucho más. En el otoño de Sierra Nevada la escenografía, el color, es más importante que el concierto.

Teide. Octubre, los sonidos del silencio.

Pocos lugares tan silenciosos como las planicies de Las Cañadas, la árida extensión dentro de la caldera volcánica que envuelve al Teide. Más allá del soplo de los vientos que se arrastran por sus laderas, recuerdos de los colosales estampidos del pasado, estos parajes del Teide resuenan como un gran escenario vacío.

Pero en la naturaleza, rebuscando bien siempre sale algo. Por los bosques de pino canario de la llamada Corona Forestal, en las laderas exteriores del volcán, los sonidos se propagan lejos y la sensación es de gran amplitud. Cantan aquí los pinzones azules, que hasta no hace muchos años se llamaban, precisamente, del Teide. Los pinos, forrados con una gruesa corteza para soportar mejor el fuego, crujen y rechinan, parece que juegan a la confusión con los tamborileos de los picos picapinos contra esas mismas cortezas.

Por encima de la orla forestal se entra en los malpaíses del volcán. La montaña del Cedro ilustra perfectamente esa transición: pinos escuálidos en la ladera exterior, la que mira al mar lejano, roca pelada, deshecha, hacia el interior, puro fuego apagado. Y aquí, por los Llanos de Ucanca, poca cosa, el parloteo siempre reconocible de los canarios, el trino rechinante de un bisbita caminero, habitante de esta tierra sin ningún sitio a donde ir, los gritos de los cernícalos vulgares sobre los roques y las voces metálicas, como con resorte, de un alcaudón real encaramado sobre un arbusto reseco.

Y en cada arista de roca, a ras de suelo o envolviendo el gran cono volcánico, el viento interpretando toda la escala posible de los sonidos del silencio.

 

Cabañeros. Septiembre, tiempo de berrea

El otoño acaba de empezar. La berrea de los ciervos lo confirma.

A media tarde, los machos en celo todavía se refugian en la espesura, en las laderas de monte que flanquean la gran raña central de Cabañeros, la llanura reseca por la que a estas horas sólo pastan los grupos de hembras. Los bramidos resuenan a lo lejos, estirados, desflecados por la distancia.

Aún así, todos los demás sonidos del monte –los silbidos de las cogujadas, el rechinar de los trigueros- pasan desapercibidos, no son más que un simple acompañamiento. Tan sólo la áspera estridencia de los saltamontes, la dulce y tenaz melopea de los últimos grillos, en el otro extremo de la escala sonora, destacan contra los estruendos lejanos de los ciervos.

Al crepúsculo, hacia el oeste, el cielo se ilumina al tiempo que el paisaje se apaga. Los árboles no son más que siluetas recortadas, las laderas de monte un telón negro. No se ve nada, pero desde esa oscuridad emergen con más fuerza si cabe los bramidos de los machos. Cuando la voz no es suficiente la disputa se resuelve a testarazos. Y por encima, muy lejos, los ululatos de los cárabos en paso y los gañidos de alarma de un búho real, asustado por quién sabe la causa.

Cambian por completo las tornas al amanecer. Antes de que la atmósfera temple los buitres leonados sobrevuelan la escena; no tienen más que dejarse caer desde sus posaderos, en las laderas de monte, hacia un claro en la llanura donde se encuentran los restos de un cadáver. Al principio oímos algún cacareo y el zumbido potente de la estela que estas grandes aves dejan en el aire. Pero enseguida todo se convierte en un griterío: cacarean los leonados, chillan con estrépito los buitres negros, mugen todos ellos. Un centenar de buitres dan cuenta de la carroña en poco más de media hora y entonces el cielo de Cabañeros se llena con los batidos pesados de cientos de alas. Y con el silbido dulce de una totovía en vuelo, el más tenaz de los pájaros del monte, por encima de los bramidos lejanos de los ciervos.

 

Ordesa y Monte Perdido. Agosto, el eco en las montañas

Parece que todo en Ordesa suena dos veces. Escuchamos las voces de las aves, primero en su garganta, inmediatamente después dobladas por el eco, o, como poco, estiradas por la reverberación. Lanzan las chovas sus gritos -las piquirrojas como chasquidos restallantes, las piquigualdas más agudas- y la pared de piedra los devuelve alargados, deformados.

Por encima de las chovas silban las aves de alta montaña, bisbitas alpinos, con siseos descendentes emitidos en vuelo, y acentores comunes, posados en las matas de piorno.

Abajo, en el fondo del valle, entre las espesuras de los bosques de hayas y abetos, los reclamos de mirlos y carboneros garrapinos, el siseo de los reyezuelos sencillos y los relinchos de los picos picapinos pronto desaparecen bajo el estruendo de las aguas blancas del río Arazas, en las Gradas de Soaso.

De vuelta a los paredones rocoso es donde mejor se aprecia al cañón de Ordesa como una enorme cámara de resonancia. Contra el anfiteatro de Cotatuero vuelve a producirse el intercambio de voces entre las chovas piquirrojas y las paredes de piedra. Desde lo alto, en la repisa superior del circo de piedra, llegan los chillidos agudos de las marmotas, asomadas a las bocas de sus madrigueras y disfrutando de las mejores vistas. Otro chillido, más seco, arrastrado y roto, es la señal de alerta de los sarrios, los rebecos pirenaicos, con quienes las marmotas comparten balcones sobre el valle.

Pero la calma dura poco en la alta montaña. Termina el verano, es tiempo de tormentas. Cada tarde, cuando el calor empieza a caer, nubes negras asoman por el valle, el retumbo del trueno rellena el espacio sonoro y con su vozarrón se impone sobre todo los demás.

 

Picos de Europa. Julio en los hayedos cantábricos.

En los hayedos de la Liébana, por Fuente Dé, en los de Pome, por la Vega de Enol o en los valles de Sajambre, resuenan las diferentes versiones de una misma canción.

El telón de fondo sonoro es siempre el mismo, trenzado con dos elementos distintos: el tintineo del ganado y la confusión de llamadas de los túrdidos, un grupo de aves que incluye a zorzales, mirlos y petirrojos, entre otros, y que cuenta entre sus miembros con algunos de las mejores voces de la naturaleza. Contra este fondo, sobrevolando los bosques o corriendo bajo las copas, destaca todo lo demás.

Desde cualquier esquina de estos bosques llegan los relinchos y gritos agudos de los picamaderos negros. En distancias más cortas, con el oído pegado al tronco del álamo donde han taladrado el nido, se percibe un suave tamborileo, lo que en el código sonoro de estas aves pasa por ser un arrumaco.

Cambia la composición en los claroscuros del hayedo, suena el siseo agudo del reyezuelo sencillo. Y vuelve a cambiar cuando la niebla cae y difumina los contornos del paisaje; del visual, que no del sonoro, al que se le suman otras voces, las de una mujer que busca a sus vacas entre la bruma.

Pero julio es el mes del celo de los corzos y no hay sitio en el que, tarde o temprano, no resuenen sus ladridos broncos. De llamada, de desafío o de alerta, espaciados o encadenados en largas series lanzadas a la carrera mientras se pierden hacia el fondo de los valles. Siempre bajo el fondo de las voces trenzadas de zorzales, petirrojos y mirlos.

 

Archipiélago de Cabrera. Julio en los islotes.

Na Foradada, Na Plana, S´Esponja, Na Pobra, Na Redona, Illa dels Conills, Ses Rates y Cabrera, entre otros. Como escritos en la roca, los topónimos de este archipiélago balear nos dicen mucho del aspecto de sus islotes, de la fauna que los habita. Pero entre tantos nombres descriptivos no hay ninguno que se refiera al ruidoso espectáculo que tiene lugar cada noche, en primavera y verano, tras la caída del sol y previo a la salida de la luna.

Antes, durante el día y con el vaivén del mar como fondo permanente, desde cualquier lugar del archipiélagos se escuchan las letanías agudas de las gaviotas patiamarillas, y también las de sus congéneres, las gaviotas de Audouin, más pequeñas, de aspecto más delicado, pero, por el contrario, con una voz rota, áspera y desgarrada. Las gaviotas de Audouin, por cierto, han protagonizado una de las pocas historias de éxito que se han producido espontáneamente en la naturaleza en las últimas décadas. Muy escasas, tan raras que hasta carecían de nombre vulgar, han emprendido una expansión por todas las costas del Mediterráneo occidental de la que Cabrera no ha quedado al margen.

Por debajo de las voces altisonantes de las gaviotas, de cualquier tipo, apenas se dejan oír los gruñidos de los cormoranes moñudos, encaramados en islotes y restingas, siempre salpicados por las olas.

Pero es al caer la luz cuando en los islotes de Cabrera empiezan a escucharse sonidos extraños. Los chirridos irregulares de los paíños comunes, escondidos en sus agujeros; los gritos desgarrados de las pardelas cenicientas, como llantos infantiles; los suspiros agudos, ahogados, de las raras pardelas baleares. Paíños y pardelas pasan la mayor parte del año en el mar, en largos viajes de cabotaje a cierta distancia de las costas o, directamente, en las procelosas aguas de la alta mar. Sólo acuden a tierra en época de cría, furtivamente, al amparo de la oscuridad. Las oquedades batidas por el regolfar de las olas, los derrumbes al pie de los acantilados o las madrigueras excavadas en las laderas arbustivas, sirven de asiento a sus colonias. En esas fechas, desde finales de abril hasta mediados de julio, la oscuridad de la noche se llena de sonidos inquietantes, gritos y llantos que en la tradición popular han dado lugar a todo tipo de leyendas sobre la matanza de inocentes pero que, en realidad, sólo transmiten la alegría por la llegada de los pollos recién nacidos.

En Cabrera, el mar arropa la algarabía de las pardelas.

Con fotografías de J.L. Perea/Fototeca CENEAM

 

Las Tablas de Daimiel. Junio, entre carrizos y masiegas.

En la llanura manchega, seca e inabarcable, la corriente de los ríos puede llegar a ser tan lenta que se desborde y anegue una amplia extensión. Eso es lo que sucede donde las aguas salobres del río Cigüela se mezclan con las más dulces del Guadiana, dando lugar a una de esas extensiones de aguas planas: las Tablas de Daimiel.

A vista de pájaro se escucha una maraña de sonidos, la suma de las voces de las aguas libres –los ánades azulones- con las de las aves que viven ocultas en los cañaverales –carriceros, zampullines, archibebes- y las de aquellas que habitan en las copas de las arboledas de ribera –verdecillos y abubillas-.

Desde la torre de observación de Prado Ancho, al borde del Tablazo, el campo visual se abre paso a paso y el paisaje sonoro se expande. A las voces originales se les van sumando otras. Parpan los patos y relinchan los zampullines chicos. A continuación grita una gaviota reidora, y su risa se confunde con los reclamos de un aguilucho lagunero. De la masa de carrizos y masegares sube el chirrido continuo de una buscarla unicolor, un pájaro con la voz de un insecto, y los pulsos agudos de los buitrones.

Desde otro punto de observación, ahora a ras de suelo, se escuchan los gritos de cigüeñuelas y avocetas, aves del barro. Un carricero tordal abandona la espesura y se encarama sobre el penacho floral de una caña para esparcir por los alrededores su voz rota y cascada.

Cae la tarde en los canales que rodean la Isla del Pan, donde gruñe un rascón común y vuelve a relinchar un zampullín chico, dos sonidos tan opuestos. Al tiempo que, con el frescor de la tarde, emerge un zumbido sordo y penetrante: miríadas de mosquitos forman nubes sobre los cañaverales. Trompetean fochas y gallinetas y desde la lámina de agua llega el croar de tres notas de los sapillos moteados.

Con las últimas luces, azules bajo el cielo azul, las aguas desbordadas del Guadiana cerca de su cauce, la Madre del río, forman una planicie de agua inmóvil. Como telón de fondo los coros pulsantes de las ranitas de San Antón. Sobre ellos, los mugidos de un somormujo lavanco y, oculta en algún mata de carrizos, una rareza absoluta, la voz de un ave desconocida: grita una polluela bastarda.

 

Sierra de Guadarrama. Mayo en los pinares de montaña.

La nieve del invierno aún se acumula en las montañas, resiste en el suelo de los bosques más altos. Pero el aire tibio de mayo ha liberado las copas y por la atmósfera corren las voces de las aves forestales. En los pinares más expuestos del Puerto de los Cotos, en las laderas de Valsaín y las vaguadas más abrigadas del Valle del Lozoya, se escuchan los parloteos y silbidos de zorzales comunes y charlos, carboneros garrapinos, petirrojos, pinzones vulgares y demás comparsa. Todos parecen acompasados por los tamborileos de los picos picapinos, los pájaros carpinteros que, al tabletear contra los troncos, convierten al bosque en un instrumento de percusión. Unos buscan cortezas gruesas, produciendo un tableteo sordo; otros, atacan los troncos muertos, y su llamada, amplificada por la madera seca, se propaga más lejos. Tamborileos, cantos y silbidos propagan el mismo mensaje, la llegada de la buena estación al Guadarrama.

En las praderas de Casarás, sobre las altas copas de los pinos de Valsaín, se oyen, nítidas, las notas de un zorzal común y los maullidos alargados de un ratonero, una rapaz forestal que sobrevuela el valle. Desde la misma posición, hacia la cresta de Siete Picos, las voces se amontonan, se enmarañan, y en el bosque reina la confusión.

Agua y praderas. Pastos y sestiles en los altos del Valle del Lozoya, las aguas tuertas de Majada Hambrienta o el Puerto de la Morcuera, donde el tintineo de las vacas armoniza con los silbidos rítmicos del escribano hortelano. Retirada la nieve, del suelo emerge el rascar de los saltamontes. Por encima, a falta de pinos en los que posarse, las alondras parlotean incansables colgadas en el aire.

Cae la tarde en Valsaín, Val de Sabin, el Valle de los Pinos. La nieve de Peñalara refleja la luz rojiza del sol poniente. Un corzo ladra ladera abajo. Es la hora del cuco. Más tarde, la misma nieve refleja la luz fría de la luna llena. Un ronroneo continuo ocupa el fondo sonoro; es la suma de miles de grillos, cientos de anfibios y algunos chotacabras grises, aves de la noche. Es la hora del cárabo.

 

Doñana. Abril, primavera en las marismas.

Abril en las marismas del Guadalquivir. Arranca una primavera particularmente lluviosa y los sonidos de la vida emergen desde cualquier mata de juncos, de las aguas libres, desde el barro.

En los cañaverales del Arroyo de La Rocina gruñen los calamones. Por detrás grita un zampullín chico y en aguas más abiertas trompetea una focha. Arriba, trazando círculos, un buitrón pespuntea la escena con sus reclamos, agudos como alfilerazos.

En el Lucio de Cerrado Garrido, una depresión de aguas someras, se quejan los flamencos. El grito desgarrado de una garza real lleva a las Pajareras, los viejos alcornoques al borde del agua en los que arraigan las colonias más ruidosas de Doñana.

Desde el aire, a vista de pájaro sobre los pinares almohadillados del Coto del Rey, la triple nota de la abubilla se difumina en el viento. Abajo, en los Corrales y Dunas, los relinchos de los milanos negros y los ladridos ásperos de las águilas imperiales sobrevuelan las copas de los pinos.

En cada charca, en cada palmo de fango, croa una ranita meridional. Charca a charca, palmo a palmo, un clamor roto emerge del fango. Y por encima silban chorlitejos grandes, cigüeñuelas, avocetas y correlimos: la hora del crepúsculo en el Caño del Guadiamar.