Trigos y cebadas espigan, se aprietan y, aparentemente, no dejan ni un hueco abierto entre sus filas. De la raíz de este bosque de espigas aflora un concierto formado por la suma de muchas miniaturas musicales.
Aquí y allá, quizá donde la tierra esté más removida, grandes manchas de amapolas se extienden entre los tallos de cereal. Los campos cambian de tonalidad. Y la música campestre también. Sobre el fondo más melódico de los grillos silban los aláudidos, los pájaros de los espacios abiertos: terreras en los terrones del suelo, cogujadas montesinas en algún poste, un majano oculto entre las espigas.
Por los surcos, las avenidas del trigal, corren y silban su triple nota las codornices. Y más arriba, suspendidas en el aire como puntos de voz, calandrias y alondras entrelazan sus largas parrafadas. En estos campos de horizontes infinitos no hay mejor oteadero que el que alcanzan con su frenético batir de alas.