De lobos, cumbias y silencios rotos.

Ir a lobos es siempre una experiencia excitante. Aproximarse a una manada de lobos es pasear cerca del lado agreste de la naturaleza. Más aún si lo que se pretende es grabar sus voces, para lo que se necesita estar muy cerca, contar con la suerte y hasta diría con la complicidad de los lobos; o, al menos, con su indulgente permiso. Y con la guía de algún amigo experto. Ir a lobos es siempre una cuestión de amistad.

Pero acercarse a un aulladero no es fácil. Hay que dar largos rodeos, acercarse lentamente, adivinar la que ha de ser su posición final, esperar a que el viento no propague nuestros ruidos y olores hacia los oídos y los hocicos de los lobos. Hay que prever también bien cuáles serán las condiciones acústicas y ambientales. Las salidas a lobos son crepusculares y nocturnas. La luz, su ausencia, no es problema; el sonido se propaga mejor en la atmósfera fresca y húmeda de la noche.

Venía de pasar unos días viviendo con unos pastores en su majada de los Picos de Europa. Todas las noches, a horas diferentes, algún animal –lobo, zorro o furtivo- merodeaba en torno a la majada y entre los perros, el ganado y el pastor organizaban un estruendo suficiente para alejar a cualquier alma que llevara el diablo. Incluso una vez, en la alta noche, grabé los aullidos de un lobo solitario, pero tan lejanos que ni los perros ni el ganado, mucho menos el pastor, consideraron oportuno ponerse en guardia.

Por eso, para la siguiente intentona hemos elegido con cuidado el día y el lugar. No diré ni cuál ni dónde, pero las condiciones son inmejorables. Durante toda la semana el tiempo ha estado revuelto, pero hoy, con la luna llena, la atmósfera ha templado y no soplan ni una brisa. Acompaño a mi guía, de quien tampoco diré más. La manada de lobos está en su lugar de reunión, su aulladero. Los jóvenes nacidos la pasada primavera no se han incorporado aún a las partidas de caza y al caer la tarde aguardan, más o menos por la misma zona, a que los adultos salgan a buscar comida. Es ahí, y entonces, cuando más probabilidades hay de que los líderes aúllen espontáneamente y de que toda la manada responda.

Para la experiencia hemos seleccionado una manada que vive, casi olvidada, en la cabecera de un valle prácticamente deshabitado, con un río que por estas fechas, a comienzos del otoño, corre con poco caudal, con poco ruido.

Durante más de una hora sigo el camino trazado por mi amigo, ladera arriba por uno de los contrafuertes del valle principal, una subida tan pendiente que las pocas vacas con que nos cruzamos no precisan bajar el cuello para pastar. En lo alto, en el collado que sirve de balcón sobre nuestro valle, los pastizales y tremedales son cortos y lo peor está por llegar. Para llegar a la arista de rocas que nos servirá de oteadero debemos hacer una travesía de unos cientos de metros por un espeso brezal, salpicado aquí y allá por pedreras y achaparradas matas de roble orocantábrico. En las pedreras el problema es no acompañar a las piedras deslizantes en su carrera ladera abajo. Entre los brezos, no herirte con alguna rama astillada. En esta maraña seguimos algunos trazos abiertos por los jabalíes. El enramado es tan espeso que casi siempre se anda a unos centímetros por encima del suelo, sobre un entramado de palos retorcidos. Cuando esta rústica tarima cede, lo que sucede cada pocos pasos, te hundes bruscamente entre ramas tronchadas.

A duras penas salimos del brezal y, por contraste, las rocas verticales y fragmentadas nos ofrecen estabilidad. Hemos llegado a nuestro primer oteadero con tiempo de sobra. El sol se está poniendo por el oeste; la cabecera del valle, orientado según la trayectoria solar, se enciende, y la luna llena “amanece” contra el cielo oscuro. Muy altos, los aviones pasan de largo sin dejar ni ruido ni estelas de vapor, lo que anuncia estabilidad atmosférica y nada de viento. Quietud, silencio. Un valle abierto como un anfiteatro y una manada de lobos, lo intuimos, dispuesta a rellenar el crepúsculo con sus aullidos. Es la hora del lubricán: la hora del lobo.

Sólo hay pequeño detalle discordante. Valle abajo, en línea con nuestra posición y la prevista de los lobos, en una aldea abandonada hay una luz azul. ¿Qué hace un coche de la Guardia Civil con la luz de emergencia en un despoblado? En unos segundos los acontecimientos se van a precipitar y acabarán las dudas. No es la Guardia Civil. Todo a la vez: dos nubecillas de humo aparecen en el aire, sobre la aldea; un segundo después los estampidos de dos cohetes resuenan contra las cuatro esquinas del valle; a la luz azul se le añaden otras de distintos colores; un ronquido, como un carraspeo, anuncia que se ha abierto un micrófono y que empieza una verbena; un lobo, de manera espontánea, se lanza a aullar con constancia, en series encadenadas de entre cuatro y siete aullidos.

En la siguiente hora y media no salimos de nuestro asombro, nos movemos entre la desolación y la esperanza de que, al menos por un minuto, esa profanación del silencio calle. En el despoblado, insólita paradoja, alguien está celebrando una fiesta. Con más decibelios que asistentes –los prismáticos no dejan ver a ninguno-, la cantante de una discomóvil jalea con encomiable ánimo a ritmo de cumbia, rumba y pasodoble. Los únicos que responden con decisión son los lobos, que tampoco callan.

Nunca antes había oído tantos aullidos, tan seguidos. Las grabaciones, claro, no sirven para nada. Pero, pensándolo bien, quizá por sí mismas sean todo un relato sobre la situación real del lobo en España. Un animal huidizo, discreto, a quien seguimos empeñados en asociar con la idea de lo agreste, habitante de la última frontera, pero que se esconda donde se esconda, siempre acabará corriendo por entre las sombras de un mundo colonizado.

Bajo la luna llena de septiembre de 2018, en algún lugar de la cordillera cantábrica.